Hernán, indígena Zenú del Urabá, maneja su moto a toda velocidad por una vía secundaria que lleva de Necoclí a San Pedro, conmigo de parrillero. Ambos vamos sin casco por mandato de quienes mandan en el territorio, que necesitan poder verle cara a todos los que por ahí anden moviéndose en su “jurisdicción”. El paisaje es hermoso, la tierra es verde y frondosa y las fincas se ven prósperas.
Mientras vamos, Hernán me va contando un poco sobre lo que vemos: “Esto por acá es todo de Alias ****** (nombre del exjefe de un grupo armado ilegal) y del Doctor ****** (nombre de un reconocido político)”. Luego de un accidentado trayecto, con varada de por medio, llegamos a nuestro destino; una comunidad del pueblo zenú, de aproximadamente unas 15 familias habitando en una hectárea de tierra y buscando acceder a un proceso de reparación colectiva, luego de haber sido desplazados de su territorio a principios de este siglo y haberse reagrupado en este pequeño predio, no muy lejos de su territorio original, tras una larga diáspora de sus miembros.
De todo lo que aquella vez nos contaron sobre su historia, nunca pude olvidar que una de las principales motivaciones que tenían para recuperar su territorio era el no tener que volver a meterse, en tiempos de verano y sequía, a los potreros de las fincas cercanas a robarse el agua de las pesebreras del ganado.
En Cumaribo- Vichada, el que es por extensión el municipio más grande del país, en las últimas semanas han subido las tensiones sociales, con bloqueos de vías incluidos, por culpa de un proceso jurídico que obliga a la constitución de un resguardo indígena para una comunidad sikuani que, habiendo sido víctima de la violencia desde los años cincuenta (sido incluso cazados como animales durante las llamadas guahibiadas, esoya entrada la segunda mitad del siglo XX), reclama como suyo un territorio que desde tiempos ancestrales hizo parte de sus circuitos de vida.
El problema con la creación de este resguardo radica en que, en ese mismo territorio y como consecuencia también de unos procesos de desplazamiento muy bien documentados en nuestra historia nacional, se asentaron desde hace más de seis décadas familias campesinas que se oponen férreamente a esto; colonos que llegaron desde el interior del país hasta estos lugares y “echaron raíces”, siendo al día de hoy sus nietos y bisnietos hijos de esta misma tierra, tanto como los indígenas sikuani.
En las reuniones que se han organizado para llamar a la paz a ambos grupos y buscar salidas salomónicas (como si fueran estas posibles), de parte y parte surcan acusaciones sobre ataques, amedrentamientos y amenazas, incluyendo varias menciones a los grupos armados ilegales que hacen presencia en el municipio, así como también de reclamos airados sobre los derechos a estar en el territorio con los que cada grupo justifica su reclamo.
En los descansos de la reunión, cuando se hacen las pausas para comer los refrigerios o tomar café, es común ver a miembros de ambos lados conversar animadamente entre si sobre sus familias, preguntar por conocidos y recordar anécdotas del pasado. Mientras de parte y parte se hacen bromas amistosas, no puedo dejar de pensar en la famosa anécdota de aquel par de ejércitos en la primera guerra mundial haciendo una tregua de su carnicería para celebrar navidad juntos. Hay diferencias, hay rivalidad e incluso violencia, pero también hay una historia común, un estar en un mismo espacio de muchas décadas que, invariablemente, lleva a compartir muchas cotidianidades y recuerdos. Una guerra entre vecinos, nada raro en la historia de nuestro país.
El problema de la tierra, o de como nuestro país nunca ha podido solucionar el que sea tal vez uno de sus conflictos fundacionales, sigue generando historias a lo largo y ancho de Colombia. Familias enteras que, luego de haber sido expulsados de su lugar a las malas, sufren por no poder tener ni siquiera una gota de agua limpia y que por ello tienen que robársela a las vacas ajenas; vecinos y amigos enfrentados a muerte por ver quien tiene más derechos sobre espacios en las que han nacido y vivido siempre, y así miles más, en su gran mayoría historias trágicas, todas contando con el denominador común de un estado históricamente ausente, eso cuando no cómplice de las injusticias, y cuya inoperancia a la hora de imponer la legalidad sobre la tenencia de la tierra sigue generando todos los días nuevas guerras, exactamente iguales en sus causas a los que hemos tenido durante los últimos doscientos años.