La condesa Virginia de Castiglione (Florencia, 1837-París, 1899) fue una aristócrata italiana que se destacó por su fulgurante belleza. En el libro De ciertas damas, el presidente Carlos Lleras Restrepo dice que era “bella como una diosa, ansiosa de jugar un gran papel, segura de sus encantos”. Tuvo desempeño fundamental en la formación de Italia, labor que se hizo posible cuando fue la amante del emperador Napoleón III de Francia.
Esa relación causó gran revuelo social, hasta el punto de convertirse en el plato del día, hecho que la llevó a la cima de la notoriedad. Su presencia en la vida parisiense no podía ser sino luminosa. A esto se sumaba su fiebre por la ostentación, traducida en el lujo, el arrebato y los caprichos, los cuales se le toleraban por ser quien era: una diva asombrosa.
A los 17 años se casó con Francesco Verasis Asinari, conde de Castiglione, cuyo carácter frío y sobrio desentonaba con el de la condesa, que era extrovertido y propenso a la cólera y la aspereza. Su esposo, que le rendía perpleja adoración, la tolerabas de buena manera. A medida que corría el tiempo, las diferencias de carácter provocaron la desarmonía conyugal. Virginia era feliz asistiendo a fiestas, bailes y reuniones diversas sin la compañía del pobre Francesco, que pasó a ser un marido de ficción.
Deshecho el matrimonio, llegaron para ella las aventuras eróticas sin freno ni recato. El apetito sexual era la respuesta lógica para una mujer ardiente que no necesitaba buscar la ocasión de pecar, ya que el placer surgía por todas partes. Alguien la llamó “la condesa de sexo del oro imperial”. Ella tenía como tesis que el amor lo es todo, por ser la esencia de la vida. Más allá de esa noción innegable, gozaba de los amores, “uno después de otro”, según lo anota Lleras Retrepo con tono picante y precisión histórica.
La condesa era un horno de pasión. Tuvo numerosos amantes, y las grandes figuras de la época luchaban por gozar de sus ardores, a sabiendas de que el turno era competido y la preferencia, fugaz. Asimismo, le llovían cuantiosas ofrendas en joyas, apartamentos e incluso palacios, que llegaron a formar una fortuna colosal, casi inmanejable. Francesco, a su vez, tenía sus propios devaneos, y lejos estaba de condenar la conducta de Virginia, si era la misma conducta de él mismo, aunque en menor grado. Ese era el aire que se respiraba en aquellos tiempos movidos por la impudicia, el descaro, el abuso del poder y la arrogancia del dinero.
Pero como la belleza se marchita, llegó el día en que la condesa se miró a la cara y encontró la fuga del vigor y del encanto. Ahora no despertaba deseo entre los hombres y ninguno de sus amantes tocaba en su puerta. Su piel estaba ajada y la decrepitud no podía ser más evidente. Ante esa aterradora realidad, para la cual nunca se había preparado, estaba sola, muy sola. La vida da, y también cobra. Carecía de fortuna, porque esta se había evaporado. Murió a los 62 años, en noviembre de 1899, víctima de un derrame cerebral. Fue enterrada en el cementerio del Père-Lachaise, el más grande de la ciudad y uno de los más famosos del mundo. Allí la fama de la condesa se esfumó en el olvido.