Juan Rulfo: escritor de misterio

10 noviembre 2024 10:20 pm

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Gustavo Páez Escobar

“Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso”. Es la frase que en mi concepto define mejor el ambiente de Pedro Páramo, la mi­núscula novela de Rulfo, de apenas cien páginas, que le abrió las puertas de la fama. Hijo de una familia rica que perdió sus bienes en la Revolución, quedaría marcado con el estigma de la violencia vivida en su niñez. Estos sucesos definirían el clima de sus textos, el de su única novela y el de su libro de cuentos El llano en llamas.

Sin haber cumplido los quince años se tras­lada a Ciudad de Méjico, donde transcurre el resto de su vida. Puesto al cuidado de su tío, siente el desamparo de la juventud carente de halagos. Por aquella época se inicia como lector solitario de novelas en el bosque de Chapultepec. “Convivía con la soledad, hablaba con ella, pasaba las noches con mi angustia y mi conciencia”, es confesión suya que sirve para reafirmar su temperamento taciturno.

Las impresiones de su niñez tomaron fuerza, y en 1954, cuando contaba 36 años de edad, las traslada a un cuaderno escolar hasta reunir, en el curso de cuatro meses, trescientas páginas de lo que sería Pedro Páramo, que luego reduce a la mitad tras suprimir las divagaciones y dejar el relato escueto –dominado por una temperatura onírica y fantástica– del pueblo muerto donde se entrecruzan las voces y los ecos de seres que no se sabe si son reales o fantasmagóricos.

Es ese el encanto de la obra: el de la aldea muerta que adquiere vida a través del manejo penetrante del idioma. Rulfo monta sobre las vivencias de sus primeros años las realidades de un sueño, de una intuición perspicaz. Y no sabe cómo plasmó su novela magistral. Confiesa que un genio oculto, o sea, el duende de la inspiración, le manejaba la mano para volcar en las páginas del cuaderno el torrente de ideas que llevaba acumuladas en el cerebro.

La soledad, el tedio, la angustia del hombre que lucha con sus demonios, he ahí el ritmo del universo rulfiano. Es desconcertante, y además admirable, cómo alguien logra conquistar la inmortalidad en solo cien páginas de este libro que no llamó la atención de nadie, y, por el contrario, provocó rechazos. Su tiraje inicial, salido en marzo de 1955, fue de mil ejemplares, de los cuales la mitad duró cuatro años en venderse y la otra mitad fue regalada por el autor a quienes se atravesaban en su camino.

Hoy, Pedro Páramo está traducido a todos los idiomas del mundo. Rulfo, que nació para reírse de la humanidad –a pesar de su seriedad exter­na–, demostró que con una sola obra, de la pasmosa brevedad de su novela, se puede llegar a ser uno de los grandes narradores del mundo. Su misterio reside en su simplicidad.

Siempre que se le preguntaba por otra novela, novela que anunció y no cumplió, respondía que todo cuanto tenía que decir ya estaba expresado en Pedro Páramo. Tomó del pelo a sus entrevistadores: a unos les decía que la nueva obra iba en marcha, y más tarde manifestaba que había destruido los originales; y a otros los dejó convencidos de que solo después de su muerte podría publicarse el libro anunciado.

Hombre solitario, alejado de la popularidad, es­quivo al elogio, cauto con las palabras, se llevó a la tumba el secreto de su existencia prodigiosa. Vivía ensimismado en su lindero fantasmal –mágico, al fin y al cabo– de Comala, el pueblo universal del miedo y la amargura, enmarcado en la Revolución mejicana.

Su misma muerte, que ocurrió a los 67 años de edad, fue una sorpresa. Pocos sabían que se hallaba enfermo. La noticia, mantenida en reserva por él como un desenlace de su espíritu bromista, conmovió al mundo. Solo sus más allegados conocían sus dolencias.

Así murió uno de los grandes maestros de la literatura. Autor de una sola novela. Maestro del lenguaje lacónico. Castigó, con su ejemplo, a los escritores farragosos. Y parece –otro misterio– que no dejó discípulos.

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