Libro: Todo es de olvido, una filigrana poética escrita por Luis Antonio Montenegro

Les compartimos el prólogo del libro de poemas Todo es del olvido, del escritor y poeta Luis Antonio Montenegro:
9 noviembre 2024 10:27 pm

Compartir:

18 poemas hacen parte del libro Todo es del olvido, del escritor y poeta colombiano Luis Antonio Montenegro. Esta obra se presentó ayer sábado en el Teatro Azul, en Armenia.

Los presentes en el conversatorio entre Luis Antonio y la periodista Judith Sarmiento, apreciaron los detalles narrados por el autor en relación a su nueva obra, la forma en la que fue abordada y cómo poco a poco con la disciplina que caracteriza al poeta, logró darle forma y vida a la filigrana compone sus versos.

Igualmente los espectadores disfrutaron de diferentes viajes siderales, gracias a la declamación que Judtih Sarmiento hizo de los poemas acompañada con la musicalización del maestro Deiner Sergio Hurtado, e interpretados de forma magistral y como solo ella sabe hacerlo, convirtiendo cada palabra, oración y verso en un portal onírico y bello.

En El Quindiano les compartimos el prólogo del libro de poemas Todo es del olvido, del escritor y poeta Luis Antonio Montenegro:

LOS CAMINOS AL OLVIDO.

“El poeta expresa, como herramienta, sus opiniones sociales y políticas en los versos, un camino que a veces es más ensoñación que realidad útil”

JUAN VAN-HALEN- Revista DEBATE- 03-09-2024

Somos seres del espacio y del tiempo. Mejor aún, del espacio-tiempo, si queremos ser rigurosos con la teoría de Einstein. Sus dimensiones nos limitan. Vivimos atrapados entre sus magnitudes, aunque no necesariamente en el sentido de esclavitud o de cárcel. Mas bien atrapados como lo están los peces del mar y de sus aletas, o los pájaros del viento y de sus alas. Nuestra vida transcurre entre esas cuatro dimensiones: tres espaciales y una temporal.  Así en el fondo no sean más que dos: el espacio y el tiempo. O tal vez, en definitiva, una: el espacio-tiempo.

Nuestra percepción del espacio es bastante pobre, pese a que gozamos de una rica visión estereoscópica. En la prehistoria, el espacio estaba circunscrito al de la oscura cueva y al de una naturaleza desconocida que, de seguro, nos causaba miedo. Y al de la lejana bóveda celeste, la del día, una burbuja de luz y la nocturna, profundidad de sombras y oscuridades, inundada en lontananza de débiles luces, como miríadas de luciérnagas titilando dentro de una enorme caverna. Nuestros antepasados, apenas erguidos, todavía trastabillando, cedieron al empuje de un alma nómada que los llevó desde las originarias tierras africanas a recorrer a todo lo ancho y a todo lo largo, las desconocidas y sinuosas geografías de la redonda Gaia. Con cada paso se ampliaba la visión del espacio, el hábitat se hacía mayor, la especie de los primates homínidos se hacía más numerosa y variada. Sin embargo, la percepción espacial seguía estando limitada a la de la experiencia directa. Era simple y sensorial. Estos bípedos ambulantes estaban adheridos a la experiencia de su entorno terrestre. A las representaciones de su alma pedestre.

Con la acumulación de lasvivencias de los viajeros de tierra y del mar y sus narraciones de viajes, de gentes diversas, de variedad de costumbres, aparecieron los cartógrafos, extraños sapiens dispuestos a dibujar los contornos de los caminos y los paisajes, los recovecos de las rutas y la babel de lenguas y culturas referidas por los trotamundos, de los exploradores, de los peregrinos, de los juglares y de los comerciantes. El mundo se hacía cada vez más grande. Hasta que unos locos, fascinados por las estrellas, alelados por sus lejanos guiños, inventaron los artilugios que les permitieron observar los cielos. Y entonces la tierra se hizo diminuta y el horizonte de los universos, infinito. Pese a ello, la aprehensión del espacio seguía siendo muy pobre. Los homínidos en su andar tienden a mirar más al suelo y al frente, a la altura de los ojos de los prójimos, que hacia la profundidad de los horizontes o a las alturas cenitales. Y con la aparición de las religiones y los dioses, esa tendencia empeoró porque el cielo pasó a ser una abstracción. Una tierra prometida para gozarla después de la muerte, y una gigantesca pajarera habitada por miles de seres alados, por millares de apretujados especímenes divinos y una enorme congestión de difuntas almas en tránsito. Esta mirada religiosa al cielo era como una lente opaca que impedía contemplar la infinitud de natura, las dimensiones de un cosmos absoluto, desbordante, fascinante, pero despoblado de dioses.

Luego vinieron los viajes espaciales, los telescopios extraterrestres. La inmensidad del espacio universal se abrió a los ojos de los sapiens, como una revelación total. Sin embargo, el sentido común humano continuó siendo miope, local, enfocado en los muros consuetudinarios de su vivienda, de su oficina, de la cabina del coche, de las avenidas de su ciudad, del minúsculo orbe del centro comercial. Del diario laberinto de la prisión donde transcurre su moderna libertad.

Vano sería, inútil por completo pensar en la experimentación del sapiens de otras formas espaciales más complejas, en dimensiones poliédricas, multidimensionales. Las teorías de las cuerdas, los universos paralelos, las dimensiones exóticas compactadas en las variedades de Calabi-Yau. Todo ello apenas cruza los imaginarios humanos como meras hipótesis, cuando no como febriles estados oníricos, de almas fractales, de espíritus alucinados. Rotas solo allí, en el magín, despedazadas, explotadas las dimensiones y los estados que han moldeado los cuerpos, las geografías, las magnitudes escalares de los hábitats y los habitáculos. Las arquitecturas de sus civilizaciones.

Y qué decir del tiempo. Especie marcada por la repetición circular de los días y las noches terrícolas. Condicionada en su biología, en su formación genética por los fenómenos astrales primordiales. Rotación y traslación. Cuerpo y mente signados por los ritmos circadianos. Comportamientos sociales, organización del trabajo. Los días y las noches. El sol y la luna. Elevados a pacto social en los calendarios concertados. En los horarios de trabajo y de descanso acordados. En los ciclos de la producción. Impregnados hasta el fondo del alma en las certezas de que esos pactos, esos calendarios, son el tiempo: eterna circularidad establecida en la continuidad de sus calendares, en el paso infinito hasta el delirio de las horas acentuadas por los relojes omnipresentes. En las muñecas de sus manos, en los muros de sus habitaciones, en sus celulares, en los sistemas informativos. Una presencia de dioses ineludibles marcando el minuto a minuto de sus vidas. Esos calendarios donde se acumulan los días y los meses y los años, esos relojes que marcan los segundos y los minutos y las horas de sus existencias, girando esclavos de tales norias. Esos, estos, son los referentes del tiempo para los sapiens. Lo definen y los definen.

La experiencia de un espacio-tiempo curvo, oblongo como una pizza cruda. De un espacio generado de la nada que se expande hacia otra nada infinita. Que se acelera y se ralentiza, alterado por la gravedad, como un gigantesco gusano que se mueve en una caprichosa cinta de Moebius. Que es atravesado por la luz sin herirlo, y se convulsiona por estallidos descomunales de estrellas y galaxias y se retuerce en remolinos infernales por la inapelable atracción de ignotos agujeros negros. La experiencia de mundos ilimitados de dimensiones aterradoras o de universos cuánticos regidos por leyes ilógicas. Nada de esto es percibido por el sapiens. Apenas es vislumbrado por la imaginación, por la ciencia, por la poesía. Pese a tantos avances tecnológicos, al progreso científico, a la complejidad inaudita de trebejos, observatorios y teorías, el hombre sigue siendo un animal de cavernas.

Un animal de cavernas, pese a que hoy, como nunca en toda la historia, las ciencias y las tecnologías nos permiten tener algunas certezas fundamentales. Que Gaia gira con una velocidad lineal ecuatorial tremenda, de 1.670 kilómetros por hora. Que se traslada alrededor de su estrella a la insólita velocidad promedio de 107.280 kilómetros por hora. Que está ubicada en un brazo espiral de una vasta galaxia que hemos llamado Vía Láctea. Que esta galaxia se mueve a más de dos millones de kilómetros por hora en la dirección de la Constelación de Leo. Que nuestra galaxia y todo el universo se expande, huyendo de sí mismo en una carrera loca de setenta y tres kilómetros por segundo por millón de parsecs. (No se angustie amigo lector, esto solo es un dato curioso). Es decir, en términos poéticos podemos decir que habitamos un planeta, una nave astral que se mueve sin cesar por los océanos cósmicos. Que viajamos a través de las estrellas. Que, esencialmente, todos los seres vivos somos tripulantes de Gaia. Que todos somos gaianautas.

Esta última afirmación es grandiosa. Asumir que todos los seres vivos somos viajeros del espacio, gaianautas, es fantástico. Pero hay más. El 14 de abril de 2003, hace apenas unos veinte años, el Instituto Nacional de Investigación del Genoma Humano, anunció la terminación exitosa del proyecto Genoma Humano. Un gigantesco logro de la ciencia. Se había decodificado la secuencia de los tres mil millones de pares de bases del genoma del sapiens. O casi, porque en realidad fue hasta hace poco, en el año 2021, cuando el consorcio científico llamado Telomere-To- Telomere (T2T) reivindicó que había logrado la lectura de la totalidad del genoma. Y con estos resultados, llegaron las conclusiones revolucionarias llamadas, al menos desde el punto de vista teórico, a terminar por siempre toda forma de especismo, de racismo y de segregación. Así que los sapiens somos entre un 95 y un 99% gorilas. O un 96% chimpancés. Y un 90% gatos o cerdos. O un 80% ratas así las detestemos tanto. O un 75% perros. Compartimos un 75% del genoma de las moscas de las frutas, o el de las cucarachas. Que somos 50% plátanos. Y que, en fin, comulgamos nuestra genética con la vida misma. ¡Extraordinario! Todas las formas de vida, desde las más básicas hasta las más complejas, las del mundo animal y las del planeta vegetal, todas, están conformadas con los mismos elementos básicos presentes en la naturaleza universal. Todas provienen del polvo cósmico, de la masa primigenia de las estrellas, de los astros, de las nebulosas. Todas de la misma materia de las galaxias. Es decir, somos seres cósmicos. En un sentido orgánico, genético, no como una prédica religiosa, o un discurso esotérico o místico. Somos seres cósmicos y eso es mágico. A hoy, somos fruto de la evolución de la vida misma. Nuestra vida, nuestro cuerpo, nuestra fisiología y nuestra inteligencia, son el resultado de miles de millones de años de la azarosa experimentación de la vida en el universo. Pero no lo somos única ni especialmente nosotros. Es más, para frustración de los antropocentristas y de todos los especistas, el genoma del sapiens no es el más grande ni el más complejo entre los seres vivos terrícolas conocidos. En un artículo publicado el 14 de agosto de 2024 (1), un grupo de científicos informó que el genoma del pez pulmonado sudamericano, un fósil superviviente desde el Devónico, quien hoy vive en aguas apacibles en Colombia, Brasil, Argentina, Perú, Paraguay y Venezuela, es unas treinta veces más grande que el del humano. Y de contera, recordaban que el de este pez tampoco es el mayúsculo, pues un humilde helecho de horquilla que habita en Nueva Caledonia, el Tmesipteris Oblanceolata, exhibe un genoma cincuenta veces mayor al del sapiens. Es claro que la historia de natura no está dedicada a la evolución del homo sapiens. La creencia en una evolución exclusiva y superior de su especie, solo es una ególatra y tonta pretensión humana. Expresión típica de su torpe narcisismo. Todos los seres vivos, animales y vegetales, terrestres y extraterrestres, somos producto de la misma evolución universal. Todos, al unísono, llevamos en nuestros genes, en nuestra sangre, en nuestra savia, en la esencia de todos y cada uno, la herencia de los ancestros que han tejido la exquisita, la monumental, la prodigiosa urdimbre de la vida en el cosmos.

La conclusión es espléndida. Somos seres extraordinarios. Somos parte de natura, entendida como un todo universal. Además, somos viajeros astrales, tripulantes de una nave magnífica. Somos gaianautas. Somos parte de la flota del sistema solar. Y de la Láctea galaxia. He aquí nuestra grandeza y nuestra insignificancia. He aquí la base de la humildad cósmica.

Sin embargo, afirmar el sentido cósmico de la existencia y proclamar la universalidad de la naturaleza, es mucho más que un enunciado poético. Conlleva una postura ideológica, ética, y política. Las consecuencias de este enfoque, en un sentido general pero más aún en la práctica de la vida cotidiana y en la interpretación de las relaciones sociales y económicas con los prójimos humanos y con todas las demás formas de vida en natura, son enormes. Esta grandeza implicaría una humanidad consciente de su propia esencia y de ese rol cósmico. Universal y humilde. Una humanidad articulada por un proyecto común, consensuada por su sentido y papel como gaianauta. Transeúnte, compasiva, solidaria, humilde en su mortalidad, grande en su conciencia sempiterna.

Postular tal grandeza no deja de ser una utopía. La quimera del poeta. La fantasía del soñador hastiado de pesadillas. Una ilusión entre la ficción y la ciencia, cuyas fronteras móviles y porosas han sido trasvasadas por la imaginación y la poesía. Hogaño, la verdad es que la humanidad no existe. Solo habitan en Gaia hordas y clanes de primates homínidos enceguecidos por ambiciones desmedidas y ansias de poder imperial de unos sobre otros. Clanes dispuestos al crimen, al genocidio, a la devastación, a la guerra, a la muerte, que han desarrollado con monstruosa sofisticación brutales armas para la extinción masiva. Y las han ensayado contra sus congéneres una y otra vez sin el menor rubor, sin pudor alguno. Clanes que han escrito sus propias ucronías amañadas a la mezquindad de sus intereses. Clanes que han desarrollado formas inverosímiles con tecnologías de punta para, divorciados de natura, arrasar con las otras formas de vida presentes en el planeta donde todos deberían convivir.  Clanes que han devastado en forma meticulosa el planeta vegetal, que han invadido y expropiado el hábitat de las otras especies animales. Clanes que creen que los recursos propios de Gaia son infinitos y los explotan con avidez enfermiza para convertirlos en las riquezas y los tesoros bancarios de sus vidas avarientas. Clanes que engañan como método de dominación de los otros clanes y de sus propios compañeros de jornadas. Clanes incapaces de la compasión, dispuestos a gastar sus recursos en lujos baladíes, cuando no en armas para el exterminio masivo, antes que, para mitigar el hambre del otro, la desnudez del otro, la enfermedad del otro, la miseria del otro. No. Es contundente: la humanidad no existe. El camino de los salvajes clanes instigados por el afán de riquezas, de la acumulación de riquezas, de la exhibición de riquezas, del principio de la utilidad como base de las relaciones entre sus miembros y como criterio de la explotación de la naturaleza, el camino de estas organizaciones básicas de primates homínidos no lleva a las alturas de la conciencia cósmica y a la ética de los gaianautas. Va directo al suicidio de la especie. Al abismo de la extinción. A la oscuridad del olvido definitivo.

De esto habla mi poesía. Tal vez solo es delusión onírica. El utopismo poético que trasvuela la imaginación, como ventarrones venidos de lo más lejano de la mar, donde se funden los grises del horizonte con los azules estelares. Y la barca se hace silueta pequeña, diminuta. Inexistente casi. Como el fugaz corazón de una Efímera irisada.

Chía, septiembre de 2024.

Luis Antonio Montenegro Peña

El Quindiano le recomienda

Anuncio intermedio contenido