La noche del miércoles 19 de julio de 1606, atacaron los pijaos a Ibagué

El principal presagio de la desgracia, fue el desplome de la capilla de la iglesia, hecho precedido por un enorme enjambre de mariposas amarillas que revoloteaban por encima del templo
9 noviembre 2024 10:08 pm

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Álvaro Hernando Camargo Bonilla.

Los denominados Pijaos ubicados en las cabeceras del río Namay y los ríos Barragán y Quindío, en la vertiente Occidental de la Sierra Nevada del Quindío; el 19 de julio de 1606, más de mil indígenas comandados por los caciques Calarcá y Belara, sitiaron y atacaron a Ibagué, quemándola, dando muerte a los españoles y llevándose presos a mujeres blancas con sus hijos, saquearon las casas, y hasta se llevaron las campanas de la iglesia.

AUGURIOS DEL ASALTO.

Una indígena al servicio de los españoles, prisionera de los Pijaos se escapó, y dio aviso de la intención de los indígenas de atacar a Ibagué. Al mismo tiempo, unos negros que laboraban en unas minas de oro, quienes temerosos huyeron despavoridos en la noche, dieron aviso de haber encontrado el rastro de muchos indios que se hallaban emboscados en una loma cubierta de espesa y enmarañada vegetación, a una distancia aproximada de un cuarto de legua de la población.

El principal presagio de la desgracia, fue el desplome de la capilla de la iglesia, hecho precedido por un enorme enjambre de mariposas amarillas que revoloteaban por encima del templo. Adicional, una mujer española que se confesaba con el cura Vicente Valenzuela, a quien le manifestaba sentirse triste y melancólica, y que le parecía tenía ya a cuestas a la muerte.  Justamente, fue la primera persona que murió en el ataque, junto a dos indias de su servicio.

EL ASALTO.

A la cinco de la tarde, con tiempo seco y sin amenaza de lluvia, estando el cielo sereno, retumbó un terrible trueno al Occidente, dirección por donde entraron los indios, estruendo que causó temor en todos los vecinos, y seguido, al compás de fotutos y trompetillas, los indígenas empezaron a ingresar por las calles de Ibagué.

El capitán Gaspar Rodríguez de Olmo, no había podido conciliar el sueño, y a la luz de las velas se hallaba preocupado y vigilante en su casa. Al sentir el ensordecedor estruendoso tropel de los indígenas que marchaban silbando sus fotutos caracoles, ordenó a una indígena de su servicio que se asomará a la ventana y se percatará, y avisa de dónde provenía tal estruendo. La mujer espantada al observar la gran muchedumbre que se aproximaba, presurosa arrancó las ventanas, y con voz consumida y melancólica expresó a su dueño que los Pijaos ya estaban por todas las calles del villorrio.

El capitán enterado del suceso rápidamente comenzó a disparar su arcabuz a la multitud de los salvajes, de prisa recargaba y volvía a disparar una y otra vez, desde todas las ventanas y puerta de su casa, logrando matar algunos indígenas, pero como eran tantos, no les hizo mayor daño. Viendo el peligro, envió a su mujer y familia a la huerta de la casa, quedándose él solo haciéndoles frente a los bárbaros, sin dejarles ganar tierra en la calle, y viendo que los indios entraban por la puerta, acudió con presteza a socorrer a su mujer y familia enviándole a esconderse en el patio. En seguida, los salvajes interrumpieron en sus aposentos, quienes riéndose lo atravesaron con sus lanzas, quedando inerte en el piso bañado en un charco de su propia sangre, al pie de la ventana desde donde disparaba su arcabuz. Defendió su casa con tan valerosos bríos que parecía que había revivido en él el Cid campeador. Seguidamente, los indios entraban a todas las casas, mataron con crueldad mujeres y niños, llevándose algunas doncellas y niños vivos, y por último le prendieron fuego a todo el poblado, quedando todo convertido en cenizas.

La población estaba alborotada, el cura corrió con presteza a proteger el Santísimo Sacramento, y el convento Santo Domingo. Luego salió con intención de ayudar en la defensa de la plaza. Al salir, encontró en la puerta una gran muchedumbre de mujeres semidesnudas y desgreñadas, tal como se había levantado de sus camas, igual, en la mitad de la plaza, otra multitud en la misma situación, y sin el amparo de un solo hombre, corrían a guarecerse en la iglesia, algunas cargando sus niños, y gritando súplicas al cielo, derramando copiosas lágrimas, podían socorro en tan infausto suceso.

Un vecino llamado Juan de Leuro, desde el balcón de su casa ubicada en la plaza, salió valerosamente con una escopeta, disparando al tumulto entre la obscuridad de la noche, acción que retrasó un poco la entrada de los bárbaros a la plaza, y avisado que los indígenas se estaban entrando por los cercos de los patios, al no poder entrar por las puertas, Leuro acudió a ese lugar, encontrando en el camino al sacristán que venía defendiendo a siete u ocho mujeres que se habían escapado de manos de los bárbaros, y que venían a encomendarse a la Virgen Santísima de la Concepción, y detrás venían persiguiéndose los indígenas, que ahuyentó el Juan de Leuro con otros dos o tres soldados que ya se le habían juntado con escopetas.

La algarabía en la plaza, parecía ser el día de juicio final, se escuchaban por todas partes voces, gritos y gemidos de niños, mujeres y hombres, mezclados con los silbidos de caracoles y trompetillas de los salvajes, quienes, con furia prendían fuego a cuanto encontraban en su camino. Los torbellinos de llamaradas remolineaban al vaivén del viento, y sus chispas como centellas saltaban a los techos de las casas pajizas, prendiéndolas y haciendo todo ceniza, al punto de que el humo turbaba la visión y hacia los ojos llorosos, y los gritos intolerables generaron confusión y temor, llevando a pensaban que el final de su vida había llegado, por lo que a gritos pedían el sacramento de la confesión.

Los religiosos del convento de Santo Domingo, desampararon el claustro, marcharon a la plaza a buscar socorro, donde también estaba el cura, amparados por Gaspar Rodríguez, con cinco o seis soldados armados con sus escopetas amparaban su familia y la gente que se congregaba en la plaza.

El ataque duró toda la noche, y al despuntar el alba, paulatinamente se fueron retirando los bárbaros por las dos calles dispuestas en el pueblo, marchando a las afueras de la villa, contrariados por no haber podido dejarla todo convertido en pavesa. Los sobrevivientes resistieron y daban gracias al cielo, porque la divina providencia los había salvado de la muerte.

No obstante, por si volvían los salvajes, se recogió toda la ciudad, hombres y mujeres, en la casa de Alonso Ruiz, que asumieron como la más propicia, para atrincherasen con sus escopetas, hasta que aclaró el alba, y salieron a ver el estrago del incendio y la cantidad de muertos ocasionados en el ataque, panorama que fue lastimoso, pues habían quemado más de sesenta casas, y las que habían escapado de fuego quedaron inservibles, hechas pedazos sus puertas y ventanas, totalmente saqueadas de cuanto en ellas había, pues lo intempestivo del asalto no dio tiempo de a poner a salvo nada del menaje y cuanto en ellas tenían.

Husmeando los estragos, se encontraron con una dantesca imagen, hallaron en una calle una criatura española de aproximadamente diez meses de edad, atravesada con tres lanzadas, en otros lugares,  sesos de infantes  derramados, criaturas que los barbaros cogían de los pies y aporreaban contra los cimientos de las casas, amén de los  arroyos de sangre de las mujeres que habían despedazado; sobre las tapias estaban esparcidas sus entrañas y en un asador estaban atravesados unos hígados de personas medio asadas, con tres mordiscos dados en ellas, que causaba horror mirarlos, y no menor y muy acrecentada, la carnicería que se halló en el suburbio, pues en muchas partes se hallaban los restos humanos, brazos y piernas, patios encharcados de sangre, árboles de las huertos teñidos de ella, por haber sido el lugar donde  colgaban las personas para descuartizarlas y hacerlas pedazos, para llevarlos en sus mochilas, sin dejar más que dos cuerpos enteros, el de aquel niño y otro grande, de suerte que todos los muertos pasaron de setenta, sin los que se llevaron vivos a manos.

Iguales suertes corrieron todos los indígenas al servicio de los españoles, a quienes asesinaron, desmembraron y se los llevaron para luego comérselos. Inmediatamente, comenzaron a incendiar todas las edificaciones.

Solo se apagó la furia Pijao con la llegada de Juan de Borja, quien práctico una guerra de arrasamiento y exterminio, sometiendo a los pijaos a crueles castigos, quienes resistieron quince años, desde el año de 1605 hasta aproximadamente al de 1621, fue así, como lograron dejar libre de asaltos, robos, incendios y muerte a los caminos que comunicaban el Oriente con el Occidente del poderío Colonial.

Fuentes: Fray Pedro Simón. las conquistas de tierra firme segunda parte. 4. * noticia. capítulo I. pág. 278. Bogotá, casa editorial de Medardo Rivas. 1891.

José Manuel Groot. Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada tomo I. Bogotá, 1953 capitulo XI.

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