Por Francisco A. Cifuentes S.
Thomás Mann fue contemporáneo de Sigmund Freud y es precisamente en sus obras donde se puede apreciar esa tensión entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre la pulsión de muerte y la pulsión de vida, las incertidumbres con relación a la elección sexual y los frenos familiares ante las afinidades homosexuales; hasta el punto que algunos psicoanalistas han interpretado el uso constante del lápiz por parte de ciertos personajes como un símbolo de amor fálico, donde se diluyen las apetencias de Mann.
Albert Einstein vivió en la misma época del autor de “Los Buddenbrook” e incluso compartieron en los EE. UU cuando ambos estaban exiliados y eran docentes universitarios allí. Mientras el uno estableció las relaciones entre el tiempo y el espacio y formuló la teoría de la relatividad, el otro no se acogió tanto a este tipo de formulaciones y, más bien se fue por una perspectiva sensitiva y fenoménica de la experiencia del tiempo, especialmente a lo que se denomina duración, esa experiencia personal y subjetiva del sentir durar el paso de los hechos, de la vida y del tiempo. En este campo estuvo más influenciado por Henri Bergson, que publicó “Duración y Simultaneidad” en 1922, año clave para la escritura de La Montaña Mágica. Otros factores aparentemente menos científicos o por lo menos no positivistas llevan a Mann a expresar el sentimiento y la vivencia del tiempo: No es lo mismo sentir el paso del tiempo en el clima frio que en el cálido; igual, es diferente esta vivencia en la montaña que en la playa. La enfermedad, y en el caso de la obra, la tuberculosis y el estar a la espera de la llegada inminente de la muerte, definitivamente conlleva a otra apreciación del discurrir de la vida, de la felicidad, de la tristeza, de la nostalgia y de la desesperación; todas ellas manifestaciones fenoménicas de la experiencia del vivir en un lapso de tiempo determinado, según el individuo, sus circunstancias y sus características de salud, sociabilidad y espiritualidad. Al respecto existen especialistas en la obra de Mann que han realizado un estudio pormenorizado del tiempo de la obra, del tiempo en la obra y de las concepciones filosóficas y psicológicas del novelista acerca de la temporalidad, que están presentes en su escritura.
En este noviembre de 2024 el mundo cultural está celebrando los cien años de la publicación de esta magna obra de la narrativa y el pensamiento. Y es en 1975, cuando se cumplían 100 años del natalicio de su autor, que el filósofo colombiano Estanislao Zuleta dictó una serie de conferencias, que posteriormente fueron reunidas en un texto bellamente titulado “Thomás Mann: la montaña mágica y la llanura prosaica” (Ariel. Bogotá. 1977), donde realiza lo que ahora se denomina la deconstrucción total de la novela, a la manera derridiana, en no despreciables 500 páginas, donde se diserta con profundidad acerca del amor, la muerte, la enfermedad, la crítica cultural particularmente a la civilización occidental. Ante la crítica y el encasillamiento político tan de moda, donde a una persona se le pretende encajar omnímodamente en la izquierda o en la derecha, Zuleta se refería al escritor en mención, afirmando que “su secreto … era la manera de escapar a las falsas contradicciones y de encontrar las diferencias efectivas”; pues recuérdese que a Mann se le catalogaba indistintamente de conservador y de progresista a su vez y muchos contemporáneos suyos no le reconocían muchas veces su evolución desde la Primera Guerra Mundial hasta la Segunda y sus posiciones como fiel amante del espíritu alemán de su tiempo y posterior crítico contundente con el nazismo.
Para conocer más allá la personalidad del escritor, su vida familiar y cotidiana, me llegó la oportunidad en una librería de ejemplares ya usados cuando sorpresivamente hallé “Memorias” por Katia Mann (Plaza y Janés. Madrid. 1976), una esposa de élite, que estudió matemáticas como su padre; pero que nunca escribió; pues este texto se produjo por las entrevistas que le concedió a Elisabeth Pleassen para dar cuenta de los cincuenta años de matrimonio con quien sí escribió, pero nunca terminó siquiera el bachillerato. Y un día disfrutando de las curiosidades del Mercado de las Pulgas por la séptima de Bogotá, me topé con “Relato de mi vida”, seguido de “El último año de mi padre” de su adorada hija Erika Mann (Alianza Editorial. Barcelona. 1984), donde pude apreciar el cuidado de ella por su mentor, sus labores de edición de muchos de sus escritos y conferencias, sus viajes y por último su enclaustramiento al final de su vida. Pero no corrí con suerte en Armenia, donde vi las “Memorias” de Thomás Mann en el suelo, en el pasaje de la 14 y cuando regresé a comprarlas ya estaban en manos de otro gran curioso y amante de las vidas de los grandes de la literatura. Eso sí, me debo esos recuerdos y apuntaciones. Casi todos sus hijos escribieron, siendo el más insigne Klaus Mann, que terminó suicidándose como dos de sus tías y uno de los personajes de La Montaña Mágica. Es decir, como vemos este fantasma persiguió al autor, siempre estuvo en tensión con ello, aparecía tanto en su sangre como en sus letras.
Las enfermedades han permitido verter ríos de tinta en la pluma de muchos escritores, incluso la tuberculosis tuvo buena reputación y una especie de hálito artístico al ser padecida por Chejov, Chopin, Poe, Balzac, Schiller o Whitman, entre una larga lista de escritores y tosedores crónicos que hicieron catarsis en sus textos. Pero el tema del sida y recientemente el COVID han permitido similares ejercicios intelectuales y espirituales, como lo atestigua la narradora y ensayista norteamericana Susan Sontag en “La enfermedad y sus metáforas” (1978) y “El sida y sus metáforas” (1988) (https://dixitciencia.com >Son…). Existen enfermedades de épocas que dan pie a encumbradas elaboraciones; precisamente porque el ser humano se ve arrastrado a la inminencia de su acabose, dando lugar a reflexiones profundas sobre su vida particular y la de sus semejantes. Grandes poemas son producto de ese sentimiento trágico y en el caso que registramos es la tuberculosis de un ser querido por el autor, lo que le permite conversar y meditar con los otros dolientes, en un sanatorio donde haya un microcosmos de la sociedad europea de las dos primeras décadas del siglo XX.
Hoy asistimos nuevamente al rebrote de los males de la humanidad que tanto atormentaron a Mann: las guerras en Europa y en el Medio Oriente, la paz siempre en entredicho, las banderas nacionales en plena agitación, los señalamientos ortodoxos a los intelectuales, la misma Alemania en el centro de las polémicas y los acontecimientos deshonrosos, el resurgimiento del nazismo, el fascismo, los neoimperialismos comunistas, la oscuridad medieval de los fanatismos del Islam y todas sus variantes, la venganza del sionismo repitiendo la historia al revés. Y por supuesto las eternas tensiones entre el bien y el mal, el llamado de la carne, la imposición de la disciplina social y familiar y la salvación por el arte. O sea que la humanidad requiere otro sanatorio, para lidiar con las patologías más atávicas y mucho arte para sobrellevar los padecimientos y entretener la muerte.
En este punto de mi remembranza confirmo que la magia nos persigue: mi hija Tania al verme barruntar estos pensamientos para llenar estas cuartillas, me ha sorprendido con el ejemplar de La Montaña Mágica que conserva Mela, una linda edición donde se puede leer “Der Zauberberg. 1924 by S. Fischer Verlag. Berlín,” con traducción de Isabel García Adanes y de la cual llego al azar a la página 1042 y transcribo lo siguiente:
“¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿A dónde nos ha transportado el sueño? Crepúsculo. Lluvia y barro. Un cielo turbio en ascuas que retumba incesantemente bajo el azote de un trueno demoledor… estamos en el mundo de aquí abajo, en la guerra. Somos tímidas sombras…”.