Por: Nicolás Restrepo Jaramillo
A finales del siglo XIX, en los tiempos del gobierno de la “Regeneración Conservadora” de Rafael Núñez, se proclamó la Ley 89 de 1.890 “Por la cual se determina la manera como deben ser gobernados los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada”.La ley ya por su mismo título mostraba, además de lo normalizado que estaba en aquellos tiempos el llamar a un ser humano “salvaje”, el afán que había por obligar a una gran cantidad de sociedades y culturas a cambiar sus formas de estar en el mundo para, solo así, considerarlos parte de la nación.
La implementación de la Ley 89, de la mano con una fortalecida y protegida estatalmente Iglesia Católica, se traducía en evangelizar a los indígenas a través de la conformación de los llamados pueblos o aldeas de misión por parte de distintas congregaciones (Capuchinos, Franciscanos, Jesuitas, etc.) y así inculcarles tanto la religión católica como los principios éticos, morales, estéticos y económicos que se consideraban únicos posibles para quienes se quisieran considerar colombianos. A pesar de que esa labor “civilizadora” fuera su intención inicial, la citada ley, al contener tímidas y muy restringidas nociones de autogobierno y autonomía administrativa, se convirtió en la primera herramienta con la que los indígenas en Colombia empezaron a reivindicar su derecho a tener gobiernos propios en sus territorios. Así mismo, al establecer bases para reglamentar la tenencia de la tierra a través de la titulación colectiva de los resguardos, se convirtió en la base para la conformación de los mismos a lo largo y ancho del país.
Conversando alguna vez con el Cabildo Gobernador de un resguardo de la Costa Caribe, recordé la paradoja de la ley 89 y como en nuestro país muchas veces los intentos que, desde una ideología y otra hacemos de organizarnos como país terminan yéndose por los caminos más inesperados. La autoridad indígena, cuyo título de “cabildo” es precisamente una herencia directa de la citada ley, me comentaba sobre la importancia de que ganara la gobernación de su departamento X candidato, ya que él, como el líder más importante de su comunidad, le había conseguido una buena cantidad de votos y eso le aseguraba un contrato en la gobernación para su hija
Pa`eso es el poder mi hermano.
Mientras la autoridad indígena me seguía contando sobre su relación con el candidato, no podía dejar de pensar en esa frase. Ese poder del que hablaba, esa magia incorpórea que le permitía al cabildo conseguirle trabajo a su hija, estaba en sus manos gracias a todo un desarrollo histórico iniciado en el siglo XIX, cuando una ley que buscó “reducir” a su bisabuelo a ser un católico devoto le permitió a su abuelo reclamar, junto a sus vecinos y familiares, un título de propiedad colectivo sobre la tierra en la que vivían, hecho que le permitió a su padre acceder, como cabildo gobernador de ese territorio colectivo, a los derechos, recursos y al capital social (que también se puede llamar “amigos y conocidos”), que por ser “autoridad pública” podía obtener.
No deja de sonar paradójico que, en una parte gracias a como se supo utilizar una ley emitida por tal vez el gobierno ideológicamente más conservador que tuvo nuestro país en su historia, es que un siglo después los pueblos indígenas, no sin muchas luchas y tragedias de por medio, lograron participar de una asamblea constituyente y proclamarse como detentores de derechos como de los que ahora gozan.
Así mismo, suena igual de paradójico como a lo largo de la historia reciente la lucha por los derechos al gobierno propio y la autonomía administrativa, que han dejado su marca en la historia política del país, han llevado a las comunidades y líderes indígenas, tal como el cabildo gobernador que le buscaba puesto público a su hija, a ser receptores desde hace décadas de una de las más fuertes formas de colonialismo cultural al que se han visto expuestos; el Colonialismo Burocrático, que no es más que haber tenido que entender el ejercicio del poder como un intercambio interminable y esquizofrénico de favores mientras se entienden al Estado y los recursos del mismo como un botín del cual apoderarse, en desmedro de cualquier tipo de interés colectivo y tal como la sociedad mayoritaria en el país lo ha hecho desde tiempos inmemoriales en un ejercicio constante de saboteo de sí misma.