Medellín, que en la década de los cuarenta del siglo pasado fue calificada por editoriales de periódicos y por juntas de decencia y legiones de María y otras inmaculadas concepciones, como la sucursal de Sodoma y Gomorra, porque, como una especie de reacción, o quizá de vindicta, contra la hipocresía y la doble moral, tenía nueve zonas de tolerancia, Medellín, digo, ha sido una ciudad de censuras y otras prohibiciones.
Claro que las zonas de tolerancia también representaban para el tesoro municipal impuestos y otras entradas. He ahí una muestra de la doblez que ha sido característica por estos suelos, y de la aplicación de la hacienda sobre el mercado sexual, que no ha sido exclusiva de antioqueños, porque, como se sabe, sus orígenes se remontan a antiguos griegos y romanos.
Y junto a las dosis de moralina, y como un ejercicio de los mecanismos de control y vigilancia, propios de tantas sociedades, se establecieron “ayunos” forzados para los católicos, en una ciudad en la que la mayoría de las ovejas, por no decir el ciento por ciento, pertenecían al mismo pastor. Había dietas literarias para los “buenos cristianos”, que ni riesgos debían leer obras de “alta perversión”, promotoras de “bajos instintos”, y así por el estilo.
En un ambiente de chimeneas fabriles, en una ciudad que aparte de iglesias se iba poblando con otras arquitecturas, el dueño de la manada era el arzobispo, como aconteció con monseñor Caycedo, un clérigo de película, o de novela, y cuya estatua que lo recuerda en una plazuelita dibujada por las calles Barbacoas y Venezuela al cruce con la carrera La Paz, hoy está poblada de travestis, muchos de los cuales se sientan a los pies del gran monseñor, el mismo que prohibió, por ejemplo, la lectura de Viaje a pie, de Fernando González.
Florecieron, aparte de ligas de la decencia y legiones marianas, las juntas de censura, en especial de espectáculos. El cine, el teatro, ciertas compañías líricas, estaban sometidas a la inspección permanente. Nada de admitir obras artísticas con desnudos, así fueran muy angelicales, o como la escultura de un niño, del artista Francisco Cano, en la pileta del atrio de la iglesia San José, erigida en 1910. No se salvó de las recriminaciones, murmuraciones y cuestionamientos.
Una escultura vilipendiada, sometida a toda suerte de vituperios, entre otras del mismo autor, fue La Bachué, de José Horacio Betancur. En un principio, la instalaron en la Plazuela Nutibara (que entonces era la Plazuela de Las Américas) y como la deidad chibcha, generadora de la “raza humana” tenía las tetas al aire, le llovieron toda clase de improperios. Cartas a montón llegaron a la arquidiócesis, a la alcaldía, y entonces hubo que esconderla. Después, estuvo en el barrio Laureles, en la casona llamada Jardín del Arte, de la mexicana María Antonieta Pellicer, y, ya en la decadencia de esa “mansión” de placeres y cultura, estuvo bajo control oficial hasta cuando se decidió erigirla en la glorieta del Teatro Pablo Tobón Uribe, donde siguen brillando los hermosos senos de la deidad aborigen.
Hubo censura a fondo para los frescos del maestro Pedro Nel Gómez, en particular para los que pintó en el edificio de la Alcaldía y el Concejo, donde hoy, curiosamente, está el Museo de Antioquia. El alcalde José María Bernal, apodado Chepe Metralla, mandó a velarlos con cortinas negras, de nailon. Las inquisiciones impusieron sus autos de fe, léase persecución y prohibición, a los desnudos de Débora Arango y el pintor Carlos Correa fue sometido al “rayo censurador” por varias de sus obras, consideradas inmorales y depravadas.
La Iglesia jugó un papel clave en la censura cinematográfica, no solo a través de las juntas “especializadas” en vetos, recortes, suspensión de funciones, etc., sino en la llamada “clasificación moral de las películas”, que por mucho tiempo ejerció el padre Jaime Serna, más conocido como el doctor Humberto Bronx, igual, un personaje novelesco y del cual se debía rodar una película. Uno se imagina a los censores, observando tantos filmes, que después proscribían, emocionados con desnudos, escenas íntimas, algunas téticas al aire…
Hay una curiosidad en Medellín: todavía se preserva el Teatro Sinfonía, sala X, en el centro de la ciudad. Allí, hace años, vimos varios filmes de Pasolini, porque el administrador creía que eran pornográficos. Siempre estuvimos esperando que proyectara Saló o los 120 días de Sodoma, nunca llegó, pero pudimos ver Teorema, El Decamerón, Las mil y una noches y Los cuentos de Canterbury. En una época, el Sinfonía, en la semana gardeliana de Medellín, presentaba las películas del Zorzal Criollo. En Semana Santa, para suavizar su “cine rojo”, proyectaba El mártir del Calvario, Ben Hur y Los diez mandamientos.
Hubo más prohibiciones, como las del mambo. El arzobispo Joaquín García Benítez parecía no gustar mucho de ese baile exótico y sensual. Sin embargo, no pudo contener el bailoteo de los temas de Pérez Prado en todas las cantinas de Guayaquil. Hoy, lo que se debía proscribir es la decadencia absoluta de la ciudad, que ya es imparable. Sin remedio.