El regalo de la tejedora

Un texto de Enrique Álvaro González, integrante del Taller Literario Cafe & Letras Renata Quindío.
2 noviembre 2024 10:56 pm

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Esta sería la última que tejería. Era especial “por tantas razones” … que sería un regalo inolvidable; sobre todo para ella, porque su marido, quien la recibiría en su cincuenta cumpleaños, igual que con todo lo de su mujer, ni siquiera lo recordaría. Hacía las hamacas de red o de maya que a él no le gustaba usar porque le marcaban las nalgas y le producían rasquiña. Solo le daba para comprar los hilos porque se vendían más y las ganancias se iban en trago y prostitutas, en cambio para dormir, ella lo sabía, tendría que hacer la hamaca en tela de algodón para que no pusiera reparos a la hora de usarla.

Las hacía con separador, sin él, o con la posibilidad de quitarlo y ponerlo, pero esta, la especial, no necesitaba separador. Eso sí, la quería ancha. Cosa que él pudiera envolverse bien y dormir su borrachera sin problemas. “Ah, tengo que poner a hervir el agua”, pensó; “ya es hora de almuerzo y aunque esté borracho, viene si no a comer, vendrá a joder o a pegarme. Luego caminará la hora que hay de esta finca a la “zona” para ir a echar babas por la vagabunda esa y cuando lo haya humillado suficiente, vendrá a desquitarse conmigo”.  

Demoró varios días tejiéndola con la tela más resistente, que no se fuera a romper con el peso del borracho al caer en ella. Días concentrada en los hilos, la lanzadera, la armonía y combinación de los colores hasta lograr la figura perfecta en cada detalle. A veces sonreía, miraba hacia la puerta por la que a cualquier momento su marido entraría ebrio el día del cumpleaños y se decía: 

“Treinta días haciéndola. Uno por cada año. ¿Treinta años? Jueputa si pasa el tiempo… nunca me pregunté por qué me enamoré de él. No; uno simplemente se enamora y cuando se hace cierto eso de que el amor es ciego, también hay que decir que bruto; si no, ¿por qué aguantarle a un hombre tufos, palizas y el olor de otras mujeres tanto tiempo?

La contempló con calma; había terminado. Alisó la tela, probó la firmeza del cordón de colgar y como si lo hiciera con el mismo cariño que se había perdido entre golpe y golpe, entre moza y moza, colgó la hamaca del mismo árbol y el mismo gancho de la pared que daba al patio. Preciso donde él esperaría encontrarla cuando llegara.

“¿Por qué te esmeras tanto?”, le preguntó días atrás.

“Es especial”, respondió con una sonrisa. “un regalo”; y él con una mezcla de sonrisa y conformismo, murmuró: “Mi cumpleaños. Quiero verla colgada donde siempre”. Y salió. 

Echó una ojeada al agua. Como ya comenzaba a calentarse, tapó la olla. “Pa’que hierva más rápido”. A continuación, probó la hamaca tendiéndose en ella a lo largo, y una vez probada, procedió a traer la jarra grande. Era esencial por la agarradera. De venida comprobó que el viento se llevara el humo del fogón lejos de la hamaca. “Porque hasta de eso me culpa a mí”.

Solo faltaba el hilo de calibre grueso y la aguja capotera que estaban en la cocina, así es que fue por ellos temblorosa y se dedicó a esperar.

 “Salió a tomar desde anoche más o menos a esta hora… se acerca el regreso. Debe venir subiendo por la huella”.

El portazo sonó alterando todos sus sentidos y aunque el miedo intentó inmovilizarla, recordó que la decisión estaba tomada y se controló. Cuando los gritos del hombre borracho exigieron su presencia, no respondió. No pudo controlar el temblor que la acometía, pero la nube de humo que advirtió del fogón, trajo su olor y le recordó que había planeado esperar.

Esperar, esperar… y eso hizo hasta que el ebrio descubrió la hamaca y se tendió en ella lanzando los últimos llamados y últimos madrazos, que se perdieron entre los ronquidos de un profundo… muy profundo sueño.

Ella salió de la cocina temblorosa aún, miró la aguja capotera enhebrada con un fuerte hilo rojo, se acercó al bulto de alcohol que roncaba escandaloso y evitando mirar la cara del hombre a quien había dedicado treinta años de su vida, comenzó a coser los bordes de la hamaca, desde la punta de la cabeza a una distancia de tres centímetros cada puntada hasta coserla toda y envolver todo el cuerpo. Esta vez con una sonrisa entre dolorosa e irónica, lo miró y notó que parecía una grotesca crisálida humana.    

Volteó de nuevo a mirar el agua. Hervía a grandes borbotones; justo como la necesitaba. Tomó la jarra, la llenó de agua hirviente y comenzó a vaciarla sobre el envoltorio de hamaca y hombre del cual salieron mil gritos, mil amenazas, madrazos y salió de todo, menos una mano, una pierna… algo.

En la finca, distante una hora del pueblo, los gritos que nadie oiría… cesaron a medida que el agua se acababa y la jarra no recogió más agua hirviente.

Ella ingresó a la alcoba. En poco tiempo estaba arreglada como antes, y como debió ser siempre, que fue lo que él le admiró al comienzo, así que saldría a celebrar el cumpleaños de su marido. Ya después vería qué hacer.

“A lo mejor me entrego a la policía”. 

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