Numerosa ha sido la sangre derramada en un país que sigue siendo de preocupaciones y sobresaltos. Los caminos de Palonegro, el genocidio atroz de las caucheras, más allá de las narraciones espeluznantes de La vorágine, la masacre de las bananeras, que todavía hay quien diga que es una invención del “realismo mágico”, las vicisitudes inimaginables de miles de hombres y mujeres y niños, en los arrasamientos de la llamada Violencia, con cerca de cuatrocientos mil muertos… Sí, un extenso camino de desolaciones.
No hemos sido un país de paz ni sosiegos prolongados. Nuestra historia ha estado atravesada por un continuo derramamiento de diversas sangres, casi todas de pobres y otros desamparados. Hemos sido suelo horadado por bandoleros, por distintos asesinos, por chulavitas y “chupasangres”. También, claro, hemos tenido poetas, menos mal. Y algunos, extraordinarios, que han cantado muy bien a la vida y la muerte, incluida la patria desangrada.
Hemos tenido tiempos oscuros, con distintas gradaciones, de malos a peores, y, lo más triste, nos hemos ido acostumbrando a las penurias. De los días aquellos, tras el magnicidio de Gaitán, que produjo un estallido ahogado en sangre, nos han sucedido todas las desventuras, en las que la geografía, casi toda, ha sido inundada por la desdicha. En este punto, quiero acordarme de los albores de la década del ochenta, cuando hubo en Colombia un ascenso insólito de una fuerza tenebrosa, amparada por un proyecto político de terratenientes y ganaderos aupados por políticos y por linajudas gentes de sociedad.
La semana pasada, cuando dictamos en la Facultad Nacional de Salud Pública de la Universidad de Antioquia la charla “La Medellín de Héctor Abad Gómez”, hube de referir un periodo de ascenso incontenible del paramilitarismo, conectado con una parte de Colombia: el Magdalena Medio. Y ese fenómeno que ya se perfilaba desde mucho antes de los ochenta, en medio de un conflicto armado que hacía sangrar la tierra por todas partes, tuvo quien lo contara en sus más desgarradoras muestras de horror. Y, entre los narradores que avizoraron esa tragedia colectiva, estuvo Gabriel García Márquez.
El 30 de agosto de 1983, y citando unas crónicas del periodista Germán Santamaría, de El Tiempo, García Márquez, en el artículo titulado “¿En qué país morimos?”, muestra la nueva cara del horror que ha tomado ese “paraíso de pesadilla” llamado Magdalena Medio, en el que, por ejemplo, en la aldea de Santo Domingo “fueron exterminados todos los hombres, y que sus viudas, con los niños, pasan las noches en los montes vecinos desveladas por el terror”.
El río Grande de la Magdalena se fue llenando de cadáveres (como en otros tiempos, también sucedió en el Cauca), y muchos de esos muertos que flotaban en las aguas eternas, habían sido “despellejados a cuchillo y aparecen con los órganos genitales cortados y a veces metidos en la boca, y sin lengua ni orejas”. Citando los reportes de Santamaría, García Márquez, en su artículo de El País, reproduce la voz del personero de Aguachica que dice que las bandas de asesinos son “pagadas por latifundistas para robarles tierras a los campesinos pobres”.
Al día siguiente de la publicación, Guillermo Cano, director de El Espectador, (asesinado por la mafia tres años después en Bogotá), retoma la columna garciamarquiana y escribe en su artículo titulado “Sangre en el Magdalena Medio”: “aunque en la patria tendremos nuestra tumba, la patria es para vivir, no para perecer ignominiosamente, como tantas gentes del Magdalena Medio”. Lo triste y dramático de todo esto es que no solo en esa parte de la geografía colombiana la gente “pereció ignominiosamente”, sino en todo el país.
Era ya una muestra a escala de aquella aberración que se llamaría el paramilitarismo en Colombia que, junto con las guerrillas, extendió durante años su régimen de muerte y terror, un tiempo que aún se prolonga, con otros actores y otras desolaciones. Volviendo a “¿En qué país morimos?”, GGM, siguiendo los relatos del reportero Santamaría, retoma el episodio de los trece campesinos de la vereda Los Mangos, que los mataron “solo porque habían asistido al velorio de dos compañeros suyos asesinados”.
Esa suerte de laboratorio de una nueva violencia, de otros terrores y despojos, de reeditados asedios, se extendió más tarde por otras regiones de Colombia, y pasó también a las ciudades. En la crónica, Germán Santamaría había escrito que “inicialmente todo era como una campaña para eliminar físicamente a la izquierda en el Magdalena Medio. Pero después, sin pararse en contemplaciones de matices ideológicos internacionales, arremetieron contra comunistas y moiristas, y después contra los ladrones de ganado en el campo, y luego contra los rateros del pueblo y, finalmente, están matando hasta a los homosexuales”.
Tenía el paramilitarismo un disfraz inicial de la nazi “limpieza social”, como lo tuvieron, por ejemplo, los del grupo Los doce apóstoles, de Yarumal y el norte de Antioquia. Para 1987, año en que asesinaron, entre otros, a Héctor Abad Gómez, ya eran una presencia devastadora en Colombia. La sangre sigue corriendo. Y clamando justicia. El horror, como la impunidad, continúa cabalgando.