Reinaldo Spitaletta
Parecía un cura de una novela de violencia, de muerte y terror, pero pertenecía a la vida real, que en Colombia ha sido de masacres, asesinatos a montón y otras fechorías interminables. El mismo que disimulaba una pistola dentro de una Biblia y fue parte de un grupo paramilitar fundado en Yarumal, con el nombre de Los Doce Apóstoles, murió a la edad de 87 años. Se llamaba Gonzalo Javier Palacio Palacio, que gozó de impunidad y aprovechó su condición sacerdotal para formar parte, primero, de una banda de “limpieza social” y, después, de una “sofisticada” organización de criminales.
Los Doce Apóstoles, cuya creación se atribuye a Santiago Uribe Vélez, hermano del expresidente Álvaro Uribe Vélez, sembraron de muerte esa sección del norte de Antioquia desde comienzos de la década del noventa, y fueron parte de ese proyecto criminal, político, auspiciado por terratenientes y miembros de la burguesía colombiana, llamado el paramilitarismo, que aún no se acaba y muchos de sus forjadores disfrutan de impunidad, y, por qué no, son parte de cierto pervertido escalafón que los ubica entre los “héroes” de la “patria”.
El curita de marras no era ninguna “pera en dulce” ni un pastor de descarriados. Al contrario, los que él consideraba ovejas que estaban fuera de su rebaño, como decir prostitutas, drogadictos, rateros, que después el escalafón también incluyó izquierdistas, sospechosos de colaborar con las guerrillas, sindicalistas, en fin, eran las víctimas de aquel antecedente de los apóstoles que fue un grupo de “higiene social” que “evolucionó” a una cuadrilla paraca, aupada por ejército, policía y otras autoridades.
Así al menos lo hace ver el periodista Gonzalo Guillén en su reportaje “El cura de las dos biblias”, publicado el 20 de marzo de 2018 en La Nueva Prensa. Una de sus fuentes declara que el apostólico cura “tenía dos biblias: una, común y corriente, para las misas. Y en la otra, que llevaba a todas partes, había abierto un hueco entre las páginas para esconder un revólver Smith & Wesson, calibre 32, de seis tiros y cacha negra”. Esa arma, según el cura, se la había regalado el general Gustavo Pardo Ariza.
En el libro El clan de Los Doce Apóstoles, de Olga Behar, en el que además el sacerdote, al negar su pertenencia a esa organización criminal, dice que ese grupo de asesinos, más que una “existencia real, tiene carácter de ficción y de imaginación”, se cuenta sobre la detención del clérigo el 21 de diciembre de 1995. Quedó en libertad condicional casi dos años después, tras su confinamiento en el Seminario Mayor de Medellín. Después, lo nombraron en la parroquia San Joaquín, en el barrio del mismo nombre en Medellín.
El 29 de febrero de 2016 fue arrestado Santiago Uribe Vélez, acusado de la gestación de esa criminal patota denominado Los Doce Apóstoles, a la que se atribuyen más de quinientos crímenes. “Fue una acción judicial inesperada que siempre impidió llevar adelante el eficiente poder saboteador que ha tenido sobre este caso Álvaro Uribe Vélez, presidente de Colombia entre 2002 y 2010″, dice Guillén en el precitado reportaje. Y es posible que, con este implicado, tampoco suceda nada. Ya es costumbre la impunidad en el país.
El finado cura, que aprovechaba en Yarumal su condición para preguntar en confesión a los feligreses sobre equis persona, sospechosa de cualquier cosa que no amparara a los paracos, o a cualquier mandamás, tuvo una de sus últimas acciones, que son más del lumpen que de un sacerdote consecuente con su oficio, en la iglesia San Joaquín. Hasta allí llegó un día una sobreviviente de una masacre, en la que el padre tuvo su concurso como “sapo” o algo más, según se dijo.
Guillén relata que, veinte años después, María Eugenia López, que perdió a su familia en la matanza realizada en La Solita, del municipio de Campamento, entró a la iglesia del barrio San Joaquín, esperó que el cura terminara la misa que oficiaba y lo encaró. “Usted mató a mi familia”, le dijo. El anciano clérigo se hizo el sordo. Entonces la señora alzó más la voz: “Usted asesinó a mi familia con el Ejército y Los Doce Apóstoles”, lo increpó. El sacerdote esperó que la mujer se acercara un poco más.
De un bolsillo extrajo una navaja, la desdobló, la hoja brilló con las luces mortecinas de la iglesia y de pronto el “ensotanado” mandó un lance al cuello de la mujer, que lo esquivó. “Yo no lo voy a perdonar a usted ni voy a olvidar lo que me hizo. Sólo quiero saber la verdad y que haya justicia”, dice Guillén que eso dijo la víctima a la cual el cura no pudo cazar con su agresión intempestiva.
Después de todo, no hubo justicia. Y el cura prosiguió su vida, quizá con algún peso de conciencia o con la perentoria voz del diablo recordándole su cita en el infierno. Murió y se ha escuchado decir por ahí que ese fue otro “buen muerto”.