La política del odio y la agonía de la democracia

Donald J. Trump es uno de esos iconos en los que se proyectan sus admiradores y detractores.
7 octubre 2024 12:03 am

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Gloria Chávez Vásquez *

A la mayoría de la gente le desagrada por instinto, los individuos con más vitalidad física y emocional que ellos; aunque no todas las veces las personas que nos superan son amenazadoras o peligrosas. Es un simple mecanismo de supervivencia, mezcla de temor y admiración, que no descarta el factor envidia. En el fondo, querríamos ser como esa persona.

Donald J. Trump es uno de esos iconos en los que se proyectan sus admiradores y detractores. Muchos ven en él una figura mesiánica. Otros lo detestan intensamente. En su deseo por eliminarlo, sus oponentes políticos fomentan el resentimiento entre los psicológicamente vulnerables, potenciando agendas y plataformas que lo demonicen.

Analizando los motivos que tienen los que odian a Trump, J.B. Shurk, comentarista sindicado para publicaciones como el American Thinker y The Federalist nos ofrece múltiples razones.  

Hubo una época en que a los estadounidenses de todas las tendencias políticas amaban a Donald Trump. Figura pública durante la mayor parte de su vida adulta, hombre de negocios de gran carisma y popularidad, aparecía en programas de televisión y películas, y a la gente le encantaba verlo. Durante décadas, fue un icono con un nombre universalmente reconocido, una marca global e incluso, una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood.

Cuando se lanzó a la arena política, todo cambió. Sus rivales, irónicamente demócratas, se dedicaron a crear una imagen toxica de DJT con la complicidad de los medios de izquierda nacionales e internacionales. Aprovechando la falta de lealtad de actores, músicos y políticos que ahora negaban haberse retratado o compartido con él, los escritores y periodistas que siempre lo habían elogiado, comenzaron a denigrarlo. Las cadenas de televisión que habían lucrado con su popularidad comenzaron a tildarlo de «aspirante a dictador», «nazi» y «amenaza para la democracia». Antes de las elecciones presidenciales de 2016, David Plouffe, uno de los asesores más cercanos de Barack Obama, dijo: «No basta con vencer a Trump.  Hay que destruirlo”.

Trump vivió una larga vida sin antecedentes penales. Al vencer a Hillary Clinton, Obama y las maquinarias políticas desataron las agencias de inteligencia (FBI, CIA) para incriminarlo como un espía ruso. En los últimos ocho años el FBI, el Departamento de Justicia y los fiscales “demócratas” lo han sometido a interminables investigaciones, fabricando cargos inexistentes para tratar de colocarlo tras las rejas.

¿Qué tipo de crimen había cometido Trump que desdijera de su tradicional generosidad y lealtad para con amigos y extraños? La lista de sus beneficiados era lo bastante larga y un testimonio a la pulcritud de su trabajo. Su vida era completamente abierta y del dominio público. ¿Cómo es que alguna gente empezó a creer en las noticias falsas o inventadas que lo convertían de repente en un villano?

Muy sencillo: Al cuestionar públicamente las decisiones económicas y de política exterior de la clase dirigente en Washington, D.C., Donald Trump se había atrevido a desafiar al status quo político. De repente se convirtió en una amenaza existencial para un sistema que durante mucho tiempo ha trabajado en contra de los intereses del pueblo estadounidense. 

Pero, ¿Por qué la voz de este estadounidense es tan amenazadora para sus detractores?  Muy simple: el presidente Trump no es miembro de la clase política gobernante, rechaza la supremacía del estado administrativo y su prioridad es el país y el bienestar de sus compatriotas.

Pero en atacar a Trump y a sus seguidores, el Estado Profundo se está quitando la máscara.

La mayor parte del «gobierno» real está formado por un estado administrativo no electo, los intocables empleados a perpetuidad. A esto se añaden los cabilderos corporativos y otros intereses especiales quienes redactan sus proyectos para convertirlos en ley. Las agencias emiten reglas y regulaciones a largo alcance y poco control y equilibrio. Muchos miembros del Congreso no comprenden la importancia de sus votos ni entienden cómo se gasta el dinero de los impuestos. La burocracia es tan grande que incluso los legisladores veteranos tendrían dificultad para dibujar un organigrama que refleje con precisión los diversos comités y subgrupos del Departamento de Transporte, por no hablar de algo tan complejo como el «presupuesto negro» del Departamento de Defensa. 

Resulta imposible controlar a una bestia tan autónoma e ingobernable. El gobierno federal trabaja para sí mismo, se enriquece y se empodera. Por eso es cada vez más difícil hablar de  una democracia representativa. Para el enorme estado administrativo, el pueblo es una molestia que debe ser engañada, burlada e ignorada como lo hace el hipócrita lema de periódicos serviles como el Washington Post: «La democracia muere en la oscuridad».

Una de las formas en que el gobierno de EE.UU. se aferra al poder es controlando quién puede entrar en sus filas:  Los socialistas sirven a la expansión regulatoria; los halcones de guerra son útiles para alimentar al Pentágono y sostener la maquinaria militar; los constructores de imperios mantienen al Departamento de Estado y a las agencias de Inteligencia ocupados en la conquista del mundo. Los marxistas son útiles porque el gobierno es su dios, y le facilitan la impunidad con sus mentiras (dialéctica y retórica). 

Lo que si resulta una amenaza es un hombre de negocios inteligente, independiente, con recursos e ideas propias. Trump es temible porque “conoce las entrañas del monstruo” y tiene la capacidad de exponer la corrupción.

El mal uso de información privilegiada, la venta de influencia política, lavado de dinero y canalización de fondos es un negocio familiar para algunos miembros de la elite política. Tras su derrota en 2016, Hillary Clinton abandonó el país silenciosamente durante más de un año para evitar un juicio a sus delitos, asegurándose de estar en un país que no tenía tratado de extradición con Estados Unidos.

Lo que más temen los miembros del Estado Profundo es, precisamente, la pérdida de poder y de dinero. Las corporaciones multinacionales, los gobiernos extranjeros hostiles, los traficantes de personas y los carteles del contrabando de drogas pagan mucho dinero (a través de contribuciones de campaña, sobornos y otros beneficios) para mantener abiertas las fronteras de Estados Unidos.  Los políticos y los traficantes de personas que posan de trabajadores humanitarios se premian mutuamente mientras facilitan las violaciones, las muertes por sobredosis, los asesinatos y el sufrimiento. Luego señalan a Donald Trump de “racista intolerante”.  

El nivel intelectual de la empleomanía del gobierno estadounidense se ha reducido al mínimo gracias a la acción afirmativa. De igual modo, un sinnúmero de académicos y periodistas radicales apoyan por conveniencia, la mediocridad en la Casa Blanca. La mayoría de los «profesionales” y “representantes» son individuos “empantanados” o que “beben del lodo”. Es por eso que muchos de ellos “ni ven, ni oyen, ni entienden” la evidencia contra un Joe Biden que ha pasado cinco décadas vendiendo el país a los mejores postores extranjeros.

Los “demócratas” de extrema izquierda, muchos de los cuales en su mayoría solo tienen en su currículum el gobierno o la academia, persiguen a empresarios reales y a verdaderos trabajadores que contribuyen a la economía y proporcionan empleos y servicios. La extrema izquierda ataca a los contribuyentes y quiere hacerles «pagar lo que les corresponde». Todo esto es parte de la «Transformación Fundamental» para destruir, entre otras cosas, la economía y la libertad de expresión.

En Estados Unidos agoniza la democracia y la palabra es tan solo un eufemismo para el wokismo y todo lo radical. Igual se tergiversa el significado de lo que es ser liberal. Es ahora muy evidente que desde principios del siglo XX los políticos antidemocráticos laboran tras bambalinas para destruir la Constitución. En los últimos 112 años la clase dominante ha desmantelado la república legada por los fundadores, conocedores de la historia y la insaciable inclinación del hombre a reunir y centralizar el poder. Un ciudadano indignado lo resume en estas palabras:

“Gran parte de la antipatía hacia Donald Trump tiene su origen en la incansable actividad del demonio”.

*Gloria Chávez Vásquez escritora, periodista y educadora reside en Estados Unidos.

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