lunes 19 May 2025
Pico y placa: 5 - 6

Una noche en el cementerio

Este texto es de Mario E. Buendía y hace parte del libro Colcha de relatos, editado por el Taller Literario Cafe&letras Renata
14 septiembre 2024 10:28 pm
Compartir:

Pantalones bota campana, de cintura baja, correa ancha, botones exteriores que remplazan la cremallera, camisetas de mangas largas sin cuello, collares, chaquiras, pelo largo y barba. Música rock, baladas, lemas como el amor libre, la paz, la libertad, tiempos de hipismo y auto stop.

Tenía quince años y estudiaba primero de bachillerato cuando salió de su casa temprano en la noche y en la plaza de Bolívar de Armenia vio un hippie sentado en el espaldar de una silla con su morral al hombro. Conversó con él; se llamaba Orlando Cortés, tenía dieciocho años, venía en auto stop desde Cartagena y pensaba seguir hasta el río “La Miel”, en la ciudad de “La Dorada”, lugar muy frecuentado en esa época por aquellos jóvenes rebeldes.

Entre sus temas de conversación, Orlando le propuso acompañarlo en el viaje y Carlos aceptó. De regreso a casa, encontró a su amigo Jairo a quien invitó a la aventura, y como éste se unió, definieron la hora de salida para el día siguiente.

En la casa, preparó en su morral algunas prendas y apenas lo necesario para estar unos días fuera y así, llegó la hora de la partida cuando junto con Orlando y Jairo, iniciaron el viaje hacia La Dorada, vía Manizales.

Un bus urbano los llevó fuera de la ciudad y desde allí empezaron a caminar y a solicitar transporte mediante la señal del dedo pulgar levantado; el auto stop. Llevaban varios kilómetros caminados cuando una camioneta se detuvo, el conductor los llevó hasta Pereira y desde allí siguieron a pie.

Ese mismo día iniciaron la búsqueda de dinero para la comida pidiéndole a la gente en las calles y un sitio para dormir. Carlos era muy malo y perezoso para pedir, por eso sus amigos lo rechazaron y regresó a su ciudad, Armenia. Dos días después invitó a su amigo Luis a seguir la aventura en busca del río y luego de tres días de viaje encontraron en la carretera, ya cerca de su destino, a sus dos anteriores compañeros, por lo que ahora se dispusieron a tomar todos, el refrescante baño en el río La Miel.

El clima es cálido y apto para la ganadería que tras digerir su alimento lo devuelve en plastas de boñiga, en las cuales nace el producto por el que iban los hippies: Los hongos alucinógenos, que no era el objetivo de ninguno de los tres. Para ellos estar allí, disfrutar el entorno y vivir la libertad rebelde en todo su esplendor, era suficiente. 

En el transcurso del baño, oyeron el grito angustiado de Orlando pidiendo ayuda que se hundía por momentos y volvía a salir con su grito. Lo peor fue que a pesar de estar allí un grupo de profesores y alumnos, y como a nosotros el pánico nos paralizó, nadie lo ayudó hasta que habitantes de un caserío cercano corrieron a sacarlo.

Carlos intentó respiración artificial para reanimarlo, pero todo fue inútil. No respondió porque Orlando estaba muerto. Fueron los profesores quienes avisaron a las autoridades y llegaron los bomberos para llevar el cuerpo directamente al cementerio municipal.

Lo dejaron en una sala pequeña que oficiaba de morgue. Constaba de una mesa en cemento con un cajón de lo mismo, sobre la cual pusieron a Orlando, y nada más había. Luis de dieciséis años y Jairo de quince, los mismos de Carlos, quedaron con él hasta que llegó la noche.

En cercanías se ubicaba la zona de tolerancia y de allí, como de otros sitios, llegaba la romería a curiosear y contemplar el cadáver. Hombres y mujeres ebrios, ellas en minifalda, que por moda entre más alta mejor, otras con falda larga, mochilas de diversos tejidos, candongas, collares y blusas de colores.

Alguien trajo unas velas y las puso prendidas en los cuatro vértices de la mesa y otro les ofreció unos pesos, lo cual aprovechó Carlos para recibirlos en un tarro de galletas que recogió del suelo y sirvió como estímulo para otras personas.

En un momento, Carlos recogió del piso unas flores plásticas y las puso en las manos de Orlando, pero ni a Jairo ni a Luis les gustaron y las retiraron. Después transcurrió la noche y al fin, quedaron solos.

De pronto escucharon algo y se miraron entre sí. Era un gorgoreo y había salido del cuerpo de Orlando. Se acercaron y vieron que, de su nariz y sus oídos, fluía una sustancia espumosa, por lo que procedieron a colocarle unos trozos viejos de algodón que encontraron en el cajón y así pasaron la noche hasta que amaneció.

Muy temprano llegó el sepulturero y les dijo que para enterrarlo debían pedirle permiso al párroco de la catedral por lo que Luis y Jairo fueron a hacer la diligencia, mientras Carlos, solo con el muerto. Se echó el morral al hombro y prefirió esperar afuera.

Eran como las diez de la mañana cuando llegaron dos obreros que montaron el cadáver envuelto en una cobija en una carreta de construcción y lo trasladaron a donde fue sepultado sin ataúd. Con el dinero del tarrito compraron una cruz de cemento que les ofreció el sepulturero, escribieron con la tinta y la brocha del enterrador, el nombre y fecha de fallecimiento, la colocaron sobre la tumba y regresaron a Armenia.

Carlos continuó sus estudios introvertido e indiferente con sus compañeros. En los recreos se retiraba deprimido a un lugar solitario, hasta que un docente notó su comportamiento inusual e informó a las directivas, quienes, al ver las malas calificaciones y su notoria depresión, asumieron el asunto. Un día llegó un señor al salón de clase y solicitó a Carlos en su oficina. Era el sicólogo del colegio quien entabló la conversación preguntándole qué le ocurría.

Te puede interesar

Lo más leído

El Quindiano le recomienda