¿Para qué diablos estudiar periodismo?

3 septiembre 2024 10:30 pm

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Reinaldo Spitaletta

Ser periodista, en otros tiempos incluso más agitados que los de ahora, creaba una aureola de libertad, de defensa de los oprimidos, de ser la voz de aquellos que el poder silenciaba. Había ejemplos significativos que, a su vez, motivaban a las nuevas generaciones a interesarse por un oficio (hubo hipérboles como la de ser el “oficio más bello del mundo”) que pujaba por establecer, como cualquier filósofo, qué era la verdad. No era para héroes, pero sí para gente sensible que, ante todo, tuviera claros los significados y alcances de la libertad de pensamiento.

Una profesión, surgida de los aposentos intelectuales de la Ilustración, que se fue perfilando como un símbolo de la libertad y los derechos adquiridos en lizas históricas, algunas muy sangrientas, visibilizó a los protagonistas de gestas obreras (como la de los Mártires de Chicago), de huelgas, en las que, por ejemplo, hubo reporteros como John Reed, que alcanzó a estar del lado de la historia de los humillados.

Paradigmas de un periodismo que enaltecía la razón, la defensa de la dignidad de los acosados y despojados por los poderes, murieron por enarbolar las banderas de la libertad, como fue el caso de Julius Fučík, periodista checo cuyo nombre no puede ser ligado a la tristeza, pese a todas las infamias que contra él desataron los nazis. Así que, en esas lides, que el mismo expansionista de Teddy Roosevelt, cazador y promotor del robo de Panamá, calificó a los reporteros, buscadores de la verdad, como “rastrilladores de estiércol”, el periodismo bien hecho, es decir, el que mostraba lo que el poder no quería que se supiese, fue denostado por potentados y otros patrones.

Cuando aún era una reportera valerosa y estaba del lado de las víctimas, Oriana Fallaci, a la que casi matan en México en los episodios sangrientos de la masacre de Tlatelolco, le escupió a la prensa oficialista, indigna y asquerosa, su arrodillamiento y su bastardía. Y mostró toda la ruindad y salvajada de la represión oficial contra el estudiantado. Se erigió como un símbolo del buen periodismo, un ejemplo de alta calidad para los aspirantes a reporteros.

En un tiempo, más bien lejano, estudiar periodismo era una apasionante manera de penetrar en el humanismo, en las ganas de conocer a fondo la historia, los conflictos, de estar del lado de los pisoteados. Era, además, una forma elevada de contestar, de establecer puntos de vista para que la gente misma pudiera deducir, analizar, y saber de asuntos ocultos por la perversa cofradía de los mandamases y otros déspotas. Había que ser como Walsh, como Hersey, como Bernstein y Woodward… Estimulantes para los que querían ser reporteros.

Había una actitud crítica contra el borreguismo, contra el erigirse en un envilecido calanchín, contra los lambones y los comprados por los politiqueros y otras alimañas. Y, de pronto, los monopolios arrasaron, el “periodismo” de transnacionales, de obedientes estafetas de los dueños de la información (o la desinformación) se puso al orden del día para deteriorar un oficio que, en momentos cumbre de la historia, estuvo en las trincheras donde la verdad y las mentiras se enfrentaban.

Así que, en nuestros días, cuando los medios son parte sustancial del poder, cualquiera que este sea, la “verdad” ha sido la gran damnificada. Es un pseudoperiodismo el que reemplazó a aquel que, por lo menos, desenterraba aspectos de la desgracia de los de abajo, sin ser periodismo militante o propagandístico. Que, además, ahora, la terrible metamorfosis ha sido esa: la de “periodistas” propagandistas. Y en Colombia sí que ha sido evidente este aserto.

No sé si para los estudiantes de periodismo de hoy haya paradigmas del buen hacer, ligado, como se ha dicho, a la libertad de pensamiento. Hoy parece que se educa para la esclavitud, para el sometimiento y la falta de criterio. O, como lo dijo José Luis Sampedro, “nos educan para el consumo y la producción, no para ser hombres libres”, no para la crítica ni para otras reflexiones que nos conduzcan a combatir la dependencia y la servidumbre.

Hoy prevalece el reino de la manipulación, de las “verdades” a medias, que son mentiras completas. La llamada “opinión pública” es la de los dueños del poder, la que expanden en los medios, que son los suyos. “El poder económico domina los medios de información”, decía también Sampedro. Y así se ha “estilizado” la censura, la propaganda revestida o disfrazada de “información”, el bombardeo de la vulgaridad, del sensacionalismo y el ensalzamiento del oscurantismo.

El periodismo, que no es “activismo” ni es prostibulario, se ha venido a menos aquí y allá. Hay corifeos de un lado y del otro; y desde hace años, por ejemplo, cuando en la pavorosa invasión imperialista de Estados Unidos a Irak, los “reporteros” se enconcharon solo en mostrar la cara gringa y en ocultar toda la carnicería de los invasores contra el pueblo iraquí, la prensa se erigió en miserable propagandista.

La pregunta que sobrevuela por ahí, terrible por lo demás, es ¿quién querría estudiar hoy periodismo y para qué?

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