Libaniel Marulanda
Nota del autor: Por aquello de los vaivenes de la vida de inquilino he vuelto a vivir en Armenia. Buceando entre tantas bobadas escritas, rescatables para un libro en proceso de edición, tropecé con el presente texto y, de inmediato, surgió la inevitable comparación entre la época de su escritura inicial y la realidad ambiental del Armenia de hoy que, por cierto, Miguel Ángel Rojas ha estado recreando con la serie “Armenia, una ciudad abandonada”. Pasados trece años se me ocurre preguntar a los lectores de El Quindiano.com: ¿Armenia huele igual, o peor?
Como todo pueblo que se respete, Armenia fue creciendo entre historias, calles y olores: tres elementos a menudo ligados entre sí. Cuando uno ya está tan entrado en años y comienza a olvidarse de los hechos recientes en tanto que desentierra historias lejanas, el sentido del olfato se manifiesta con todo su poder evocativo. El olor de una empanada, por ejemplo, lo conduce a uno a las campañas de recolección de fondos para la parroquia, un recurso financiero antiquísimo de las piadosas damas católicas de la ciudad.
En ese orden, el olor a parafina e incienso nos pone a sonar las campanas del recuerdo que oscila entre una y otra iglesia y se adoba, como las empanadas, con los aleluyescos cantos guturales y el armonio de los coristas de entonces.
Y si nuestra nariz se tropieza por ahí con una empanada de Cambray o un buñuelo caliente, el pensamiento vuela a la demolida galería, con su docena de expendios de kumis, ponche y pintao. Y claro, ese olor nos lleva al recuerdo de otros olores de la galería de Armenia: las frutas y verduras frescas, pero también los chorizos rancios o el agua sucia que corría generosa y maloliente los días de cierre y aseo. Además, hay que decirlo, los olores de origen equino de la Flota Cagajón, en su sede adyacente a la fenecida plaza.
Y para seguir con la nariz metida ahí en esa añorada edificación que tenía entonces la importancia y tamaño de cualquier centro comercial de hoy, son de necesaria recordación los aromas culinarios de El Caracol, un conjunto de expendios donde se oficiaba el desenguayabe entre liturgias de caldo de pajarilla, tamales y calentao de fríjoles.
Pero los años son los años y Armenia, la de gratos olores, entró al siglo veintiuno derruida y oliendo a muerte y desesperanza. La memoria no alcanza para precisar en qué momento se fue de la ciudad el olor a muerte que exhalaban los escombros del terremoto, aunque es claro que la reconstrucción fue la última trapeada.
Desaparecido el olor a muerte, entrado el nuevo siglo y reencauchado el mito del Fénix, llegaron a la ciudad nuevos vientos: la masificación del computador, el internet, la telefonía celular, los culos de silicona, las nuevas y ubérrimas artimañas refundacionales y su séquito de políticos regionales.
Acompañando los nuevos vientos seculares llegó, además, y al parecer para siempre, la legión de los nuevos locos e indigentes. La nariz quindiana, habituada a miles de olores, fue asaltada entonces por un olor que ha conseguido desplazar todos los olores, por intensos y repulsivos que hayan sido.
Es un hedor que terminó por colonizar las esquinas de la Armenia de nuestros amores. Y cuando hablamos de colonizar lo decimos en serio: Váyase usted, señor lector, a la calle veintiuna, por ejemplo; suba hasta la catedral, dele vuelta a la Plaza, respire si es tan guapo y déjese poseer por las emanaciones vecinas de la iglesia.
Si persiste en su guapeza, intente soportar al sujeto que va a pasar a su lado ahora, frasco de pegante en mano, con su inventario de efluvios fecales, genitales, de axilas y de pies, contenidos y conservados al vapor dentro de una muda de ropa que el paso de los meses ha hecho inmutable…
Como no basta con denunciar los problemas y es un deber ciudadano tratar, por lo menos, de sugerir soluciones ante las crisis, en este caso de contaminación ambiental, he aquí mi aporte:
- Crear una fundación, y mediante ordenanza captar recursos públicos con la emisión de otra estampilla, que llevarían las pastas de jabón, las lociones y los panes de piedra pómez.
- Otorgarle la función de recaudo a una firma idónea de apuestas y chance. O, en su defecto, encomendarle esa tarea a una de las empresas proyectadas y creadas por el extinto senador Mario Castaño.
- Ponerle a la fundación un nombre sonoro, que denote respeto, idoneidad y erudición; por ejemplo:
Fundación para la erradicación de la mierda, la chucha y la pecueca de la población en estado de indigencia, drogadicción o inimputabilidad de Armenia.
Como logosímbolo puede emplearse una manguera y un cepillo, con el hacha colonizadora al fondo.
No podría dejar trunco mi aporte sin sugerir, por último, una sigla significativa, clara y oportuna: FUNDAMIER ARMENIA MILAGRO.

