Roberto de treinta y cinco años, cabello negro y piel mestiza. Soltero, de mediana estatura, tímido y amable. Maneja un bajo perfil, es pragmático, reservado y vive solo en una pieza alquilada, rodeado de libros de historia, economía, política, sicología, sociología, filosofía y una que otra revista cotidiana. Trabajó con el Estado y su charla ingeniosa deja ver al respetuoso hombre de provincia..
Una noche mientras cree yacer placentero en cama, oye gritos, gemidos y lamentos que llaman un médico. Trata de no alterarse. “Esto es un sueño”, se dice para reconfortarse y no aceptar la realidad. Sin embargo, al despertar al siguiente día, oye lo mismo, pero también ve las personas que visitan a los pacientes y reconoce que no sueña. Está en el hospital.
“¿Qué pasó?… ¿Quién me trajo aquí?… ¿Por qué?… ¿Cómo?… ¿Cuándo?”
Intenta recordar, pero nada responde sus interrogantes. Luego llegan las enfermeras y los médicos para la revista diaria de los enfermos.
“Doctor ¿Cuándo me puedo ir?”
“Mañana”, contestó el galeno y al día siguiente la misma rutina, los mismos pacientes, quejidos, lamentos y al final de la tarde los mismos visitantes. Son ellos quienes le hacen preguntarse por qué su mamá, su familia o sus amigos no lo visitan.
A mediados del segundo cincuentenario del siglo pasado, hubo una protesta de los estudiantes en contra del cierre del principal hospital público de la capital colombiana, llamado “La Hortúa” o “San Juan de Dios”. Las pacíficas marchas y manifestaciones que duraron treinta días, tuvieron apoyo popular porque era el centro de salud al que acudían pacientes de la capital, de los pueblos vecinos e incluso de otras ciudades. Era el hospital de los humildes.
Ante la indiferencia del gobierno frente a la precaria situación del hospital, los estudiantes se lo tomaron y de forma pacífica impidieron la entrada a más enfermos. Bastaba mirar la sala de urgencias con enfermos incluso en el suelo. Otros “afortunados” yacían en camas en pabellones hacinados hasta con veinte enfermos y afuera, otro gran número de usuarios esperaba un medicamento, una atención, una cita u otro trámite hospitalario.
“Doctor, ¿me alisto para mi salida? Interrogó al día siguiente al jefe de la revista mañanera, y el profesional le contestó: “Mañana” y Roberto cuestionó en seguida que el día anterior le había dicho lo mismo; no tuvo respuesta, hasta que otro galeno le preguntó:
“Señor, ¿Usted sabe cuánto tiempo lleva en el hospital?
“Creo que una semana doctor”, respondió.
“Mire. No lo podemos dejar ir solo. Tiene que venir alguna persona responsable que lo conozca para que lo lleve a su casa. Sucede que los teléfonos que usted nos dio no contestan y cuando lo hacen, lo mismo que en la dirección de vivienda que aportó, dicen no conocerlo”.
Triste y derrotado, Roberto volvió a su camastro y desde ese momento comenzó a preparar la forma de huir del hospital. Pensó en la claraboya del baño y en esas estaba cuando un médico le preguntó qué hacía allá. ´Él contestó: “Tomo aire puro y observo el exterior. Estoy cansado del encierro y de ver todos los días lo mismo”.
“Bájese de allá por favor”, ordenó el galeno. Roberto en su cama volvió a intentar con toda su fuerza recordar los teléfonos o la dirección de alguien que pudiera recogerlo.
Dos días duró la toma que finalizó con un acuerdo entre el burgomaestre bogotano y el rector de la Universidad Nacional que contemplaba entre otros puntos: No cerrar el hospital, no privar de la libertad a los estudiantes que participaron en la protesta; lamentablemente, este último compromiso fue violado cuando la fuerza pública detuvo a los estudiantes que protestaron, tildándolos de “revoltosos y subversivos” antes de judicializarlos.
Este incumplimiento profundizó la protesta, a tal punto, que el ente universitario entró en crisis con la renuncia colectiva en todos los estamentos, en lo cual se basó el gobierno para cerrar la universidad y clausurar el semestre académico. Eran los años cuando Roberto sufría por el país, y creía que en la defensa de las ideas podía demostrar su resiliencia.
–Don Roberto–. Le dijo un médico un día. –¿Usted qué hace? ¿A qué se dedica?
–Soy empleado público.
–Ah… ¿Sí? ¿En qué entidad?
–En una empresa de comunicaciones.
–¿Qué es lo último que recuerda? ¿algo del trabajo?, con quién estuvo, entró a algún lugar a tomar algo… una cerveza, ¿a bailar o a fumar?
–Yo siempre salgo solo, me gusta la música, el baile y tomarme mis cervecitas, pero ese día no lo hice; tampoco fumo.
– Don Roberto, trate de recordar algo que le llame la atención; una persona, un olor, si se tropezó y cayó o algo que nos indique qué produjo el desmayo por el cual la policía lo trajo en la tarde del viernes pasado.
–En absoluto doctor. No recuerdo nada más aparte de haber llegado hasta los puentes de la veintiséis.
–Como le dije don Roberto; continuó el internista, –a usted lo encontró la policía en el ascenso a los cerros orientales a eso de las seis y media de la tarde del viernes pasado. Estaba desmayado sin lesiones aparentes, hasta que en el laboratorio descubrieron que a usted le habían administrado escopolamina en una dosis muy fuerte. Sin embargo, hemos decidido darle de alta, porque según parece, recuperará su memoria gracias a su concentración. Para el efecto, debe firmar un documento del cual usted recibirá una fotocopia para que entregue en su empresa y continúe su tratamiento en la entidad de salud a que lo tengan afiliado.
Al salir del hospital y dirigirse a su vivienda se sintió extraño al intentar guiarse por los cerros y tener que preguntarle a un transeúnte, dónde quedaba el barrio San Crisóstomo.
–Amigo, usted va en sentido contrario, tiene que devolverse hacia el norte.
¿Cuántos años habían pasado? Siendo más joven, había estado en esas mismas instalaciones médicas, en otras circunstancias. Había participado en la toma del centro durante la protesta estudiantil que buscaba mejorar los servicios de salud para el pueblo. Años de despertar y descubrir que él también podía aportar. “Mi lucha no fue en vano. Gracias a ella, hoy sé que aquí me puedo recuperar sin secuelas de este percance”.
Roberto dio las gracias, reanudó la marcha y al pasar de nuevo frente al hospital, presumió que corría el riesgo de que lo señalaran como paciente fugitivo o en el peor de los casos creer que todavía estaba loco y lo volvieran a internar.
Caminó durante una hora hasta la calle principal y de ahí llegó a la residencia donde pagaba el arriendo de una pieza y se encontró una desagradable sorpresa. Estaba ocupada por una persona extraña.
Por razones obvias se sintió molesto y cuando llegó el arrendador la cosa empeoró porque la reacción de este fue decirle:
¡Hola Roberto! Yo creía que no iba a regresar y como se me presentó esta oportunidad de otro inquilino, la arrendé, pero sus cosas las tengo en el sótano.
Señor Hoyos, respondió Roberto, Así y todo, usted debe darme unos días para irme, porque el sótano no es un sitio adecuado para vivir.
A los pocos días encontró una nueva vivienda. Entregó la constancia de hospitalización en la oficina de personal de la empresa para no cometer abandono del cargo y seguir su tratamiento, pero diez meses después, fue destituido sin causa justa.
Al revivir la experiencia de mediados del último siglo, sonrió al recordar que, gracias a esa toma, en el suceso de la escopolamina, la misma policía a la que había combatido en sus años de estudiante, era la que lo había recogido desmayado.
Con los recuerdos evocó el momento en que el neurólogo Rafael Eduardo Mogollón, que lo trató a partir de entonces, le formuló los medicamentos que cambiarían su vida: El epamín y el leviteracetan, gracias a los cuales volvió a la normalidad. También rememoró la cita apropiada del griego Hipócrates:
“La curación es cuestión de tiempo, pero también da oportunidades”. Y claro que las da, porque pese a lo sucedido, recordó que no sería esta su primera lucha y que el futuro lo esperaba. Solo era cuestión de ir por él.