Jhon Faber Quintero Olaya
La utilización de diferentes mecanismos judiciales o administrativos para postergar decisiones inminentes en diferentes escenarios se hizo costumbre en nuestra sociedad. La tutela que ha sido una de las conquistas más grandes de nuestra legislación constitucional, pero su uso no siempre es el mejor por parte de la ciudadanía. En las últimas semanas se ha cuestionado mucho la postura de la Corte Constitucional alrededor de este amparo, pero particularmente de su procedibilidad contra decisión judicial.
El proceso es el escenario idóneo para la discusión y realización de derechos. Por ende, concebir que los jueces pueden ser susceptibles de un control externo a la actuación procesal no era concebible a inicios de los años 90. El paso del tiempo y la jurisprudencia constitucional permitieron entender que los administradores de justicia también pueden violar derechos fundamentales y en algunos casos equivocarse en la aplicación del derecho. Se pasó, por tanto, del ambiguo concepto de vía de hecho al de causales de procedibilidad contra providencia judicial.
No obstante, la condición excepcional de la tutela contra providencia judicial no impidió que una sentencia en firme sea cuestionada por este camino. Un ejemplo reciente lo marcó la Procuraduría alrededor de múltiples pronunciamientos del Consejo de Estado sobre fallos disciplinarios en el que la misma Corporación no sólo se apartó de su propio precedente, sino que suspendió los efectos de determinaciones ya en firme. Las formas son tan cuestionables como el resultado provocado por el máximo órgano judicial de lo contencioso administrativo.
Pero la tutela no sólo se ha empleado en este mundo para cuestionamientos indefinidos, sino también para debatir concursos de méritos o consultas previas. La cultura del aplazamiento por vía constitucional ha conllevado interinidad y en muchos casos afectaciones institucionales. La necesidad de una reforma para evitar semejante Hércules se está abriendo paso incluso entre las mentes más liberales.
Los impedimentos y recusaciones parecieran seguir la misma línea. La utilidad de la Procuraduría en la resolución de conflictos de intereses va a ser más dinámica ahora, particularmente en periodos electorales. La instrumentalización de estas interesantes figuras para impedir que órganos electorales cumplan con sus obligaciones va en auge y la jurisprudencia no ayuda a establecer mojones en esas acciones dilatorias que afectan quorum y que materialmente son totalmente improcedentes.
La remisión de múltiples requerimientos y circunstancias impeditivas al Ministerio Público va a truncar cada trámite y a generar una congestión que ya se vive con la tutela. Las experiencias administrativas de los encargos y provisionalidades aún son fantasmas en el empleo público, pero nuestra cultura no parece entenderlo. La postergación no es equivalente a victoria, pero algunos consideran que la ley del aplazamiento permitirá que el otro tampoco sea ganador. La pregunta que surge de esta singular práctica es: ¿quién realmente es beneficiario de un superpoder ciudadano como éste?
La democracia participativa es una cosa, pero otra completamente diferente es el ejercicio omnímodo de prerrogativas sin mediar el punto final del deber. Las autoridades, particularmente en la administración de justicia debe buscar el punto de equilibrio entre el núcleo esencial del derecho y su ejercicio excesivo. No obstante, en el fondo el problema es esencialmente cultural. La madurez y la ética deben abrirse paso en la costumbre nefasta del aplazamiento.