Por Oscar Jiménez Leal
En mayo de 1996, en mi condición de presidente del CNE, me correspondió dirigir la Misión de Observación colombiana a las elecciones de la República Dominicana donde se disputaban la presidencia el dictador en funciones Joaquín Balaguer y el líder popular José Francisco Peña Gómez.
Durante treinta y cinco años el heredero y amanuense de Rafael Leónidas Trujillo se había hecho al poder en siete elecciones consecutivas, merced al fraude y a la feroz represión a la oposición. En los comicios anteriores, para el periodo cuatrienal 1994-1998 había obtenido el 42.3% de los votos contra el 41.6% de Peña Gómez (0.07% de diferencia). Ante tan estrechísimo y sospechoso resultado; dado en medio de las severas limitaciones y hostilidades padecidas durante la campaña por el candidato opositor; sumado a que no existía un poder electoral confiable, pues jamás se supo el total de los votos registrados; a que las listas enviadas a los colegios electorales no coincidían con las entregadas a los partidos políticos; y a que doscientos mil ciudadanos habían sido retirados arbitrariamente de las urnas, amén de las graves calumnias levantadas por el gobierno contra Peña Gómez, según las cuales estaba vinculado al narcotráfico y la más grave de todas para un dominicano: que debido a su descendencia haitiana, de ganar la presidencia, anexaría el país a Haití.
A pesar de tamañas irregularidades denunciadas, no fue posible que las instituciones electorales, -como en la Venezuela de Hoy-, atendieran los fundados reclamos de la oposición al dictador.
Sin embargo, como no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, la crisis política desatada por tan groseras irregularidades cometidas, incitó al pueblo dominicano a una huelga general promovida por el candidato perdedor y a las intensas protestas de la comunidad internacional, todo lo cual, con el apoyo de la iglesia Católica, hizo posible que se convocara un acuerdo con todos los sectores políticos que concluyó con la firma del denominado “Pacto de la Democracia”, y provocara la reforma constitucional del 14 de agosto de 1994.
En virtud del pacto celebrado y de la reforma constitucional aprobada, fue recortado el periodo presidencial de Balaguer, con prohibición de reelección, se actualizó y robusteció el censo electoral; se introdujo la segunda vuelta; se le otorgó, por primera vez, independencia al órgano electoral; se convocó a elecciones anticipadas y se facilitó la observación electoral por parte de misiones extranjeras, razón por la cual la Unión Europea, la ONU, la OEA, la Internacional Socialista y la Organización Electoral de Colombia, entre otras organizaciones, tuvimos la oportunidad de asistir al tránsito de una dictadura oprobiosa, atornillada en el poder bajo la consigna hecha famosa por el presidente – poeta de que: “mientras yo respire que nadie aspire,” a una moderna democracia, con la elección de Leonel Fernández, fruto de una increíble alianza electoral entre el presidente Balaguer y su archienemigo el ex presidente Juan Bosch, con el fin de atajar a Peña Gómez, quien había pasado a la segunda vuelta.
Como en el país antillano, en la Venezuela de hoy ha venido ocurriendo algo similar expresado en cárcel, exilio o inhabilitación, desaparición o muerte de los opositores al dictador; severas restricciones al derecho de voto de los venezolanos en el exterior por fundado temor a inclinar las elecciones en contra de la dictadura; censura de prensa y la toma por el gobierno de la mayoría de las instituciones y medios de comunicación, y por último, unas autoridades judiciales y electorales cooptadas por el régimen.
En esas condiciones era apenas lógico que el resultado fuera amañado, dada la avalancha de votos en favor de la oposición, pronosticada por las encuestas divulgadas durante la campaña y por las de boca de urna, y efectiva y materialmente reflejada en las actas de votación que expresaron la voluntad auténtica del pueblo venezolano, y que merced la técnica adoptada son imposibles de modificar o alterar, tan solo son susceptibles de ocultamiento que es a mi juicio lo que allí ocurrió, razón por la cual no las han mostrado.
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Por eso Maduro madrugó con premura a hacerse reelegir, aunque en forma espuria, pues bien debía saber que de manera honesta no ganaría la justa electoral, pero necesitaba la credencial para negociar su salida en mejores condiciones, puesto que el respaldo militar no sería suficiente para continuar en la presidencia, ya que como dijo Napoleón: “Las ballonetas sirven para todo, menos para sentarse en ellas.”
Así ante la grave e irremediable situación por la falta de instituciones imparciales y creíbles que diriman la controversia de legitimidad de los resultados de la elección y reconozcan al candidato Edmundo González Urrutia, como presidente constitucional, quedaron agotados los canales jurídicos ante los cuales acudir.
En esa sin salida solo queda la posibilidad de lograr un acuerdo de todas las fuerzas concernidas, desde luego con la Iglesia y la comunidad internacional, para convocar a nuevas elecciones con plenas garantías, empezando por constituir una autoridad electoral neutra e imparcial, y prohibición de reelección presidencial, para lo cual serviría de precedente la transición democrática vivida en la República Dominicana.
Todo eso probablemente llevaría a la candidatura triunfante de María Corina Machado una vez rehabilitada de la persecución padecida, junto con los líderes de la oposición, y concedido un indulto para Maduro y sus secuaces que les permita superar la amenaza de cárcel por los innumerables delitos cometidos, en cuyo caso el evidente triunfo de Edmundo González jugaría el papel que hizo el Presidente de Argentina en 1973, Héctor José Cámpora, para permitir la llegada a la Casa Rosada del hasta entonces inhabilitado Juan Domingo Perón.
Bogotá 4 de agosto de 2024