Sombrero de mago

8 agosto 2024 11:24 pm

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Ha muerto un cura de pobres y oprimidos

Reinaldo Spitaletta

La explosión mundial de los sesenta en una aldea montañera, de modernos edificios, clerical, santurrona, levítica y con una capacidad desconcertante para producir ricos y pobres, transformó para siempre a la bautizada por un eslogan publicitario como la “ciudad de la eterna primavera”. Ya sonaban en ella, poblada de emisoras e industrias fonográficas, las ventoleras de la Nueva Ola y se aterraban las beatas de camándula y mantilla por las pilatunas de los nadaístas.

Por su calle principal se paseaban muchachas hermosas, en minifalda, al tiempo que comenzaban a crecer de abajo hacia arriba los “cordones de miseria”. Los iniciales tugurios atiborraron el paisaje del antiguo sector de Guayaquil, junto a la estación central del ferrocarril, y se alargaron por el barrio San Benito, la Estación Villa, los alrededores de la Biblioteca Pública Piloto y continuaron, bordeando el río, hacia el norte. Las secuelas de la violencia liberal-conservadora dejaban su ineludible marca en Medellín, la de las chimeneas fabriles, los bancos y la bolsa.

Cuando ya era una realidad el Concilio Vaticano II, cuando en América Latina se estaba produciendo una “revolución de sotanas”, con los discursos de la Teología de la Liberación, cuando se escuchaba la voz del que después sería el “cura guerrillero” Camilo Torres, Medellín se convirtió, en 1968, en la sede de la Conferencia Episcopal Latinoamericana. Y por acá resonarían las voces de Helder Cámara, de Gustavo Gutiérrez y otros prelados que habían elegido la opción por los pobres.

Y uno de esos sacerdotes, todavía muy joven, nacido en Itagüí, doctorado en la Universidad de Lovaina con una tesis sobre el marxismo de Sartre, profesor de filosofía en el seminario de Medellín y en la UPB, se vinculó a las luchas de los desprotegidos, de los miserables, de los que nada tenían. Y se le vio entonces en las colinas de Medellín, junto a otros sacerdotes de armas tomar, como Vicente Mejía y Gabriel Díaz, promoviendo invasiones para los que en rigor no tenían dónde caer muertos.

Era el padre Federico Carrasquilla, fallecido el pasado 29 de julio, a los 89 años. Traía de Europa un bagaje de asuntos antropológicos sobre las causas de la pobreza, acerca de cómo transmitir a los desposeídos conceptos como los de la dignidad. Y su laboratorio estuvo, primero, en el barrio Popular, donde se fue a vivir, a ayudar a erigir casas de cartón y lata, a estar en las faenas de electrificación que empezaron a denominarse como “energía de contrabando”. Y, en especial, a filarse del lado de los desfavorecidos en los momentos en que la tropa arrasaba las casuchas y él se interponía a punta de largos rosarios, en una demostración práctica de los alcances de la “no violencia”.

Durante 23 años fue el pastor de una grey que pudo construir un barrio tras enconadas batallas. Que se alumbró al principio con velas, luego con lámparas Coleman, y después con la bombillería. Era, como él mismo lo decía, hacer una pastoral desde abajo. Era aplicar en la práctica las extensas conclusiones del Vaticano II, reflexionar en torno a los pobres desde su territorio, inmerso en las desventuras del pueblo para buscar salidas a tantas desgracias.

Final del formulario

El Medellín del 68, el de las confrontaciones entre una Iglesia vetusta y otra progresista, lo afinó en su amor por los desprotegidos. Y con ellos estuvo, con ellos convivió. Consecuente con su pensamiento, y, además, con un equipaje de rebeldías, con el cual pudo sobrevivir a las intentonas criminales y antipopulares del que más tarde sería el autoritario cardenal Alfonso López Trujillo, príncipe de las tinieblas, que persiguió y maltrató a cuanto sacerdote estuviera del lado de los oprimidos.

Aquel Medellín del 68, de manifestaciones obreras y populares, de gestas de los “tugurianos”, de invasiones de laderas que fueron poblando a una ciudad de profundas contradicciones sociales, el de la primera bienal de arte y la fundación de varias editoriales, en fin, fue el marco agitacional que contribuyó a visibilizar en las barriadas más pobres a otro heraldo de la Teología de la Liberación. El padre Carrasquilla, que no suscribió el manifiesto de los curas de Golconda, se volvió una especie de mito popular en las barriadas nororientales de Medellín. Circularon (y todavía circulan) historias de cómo el sacerdote enfrentó a punta de rosarios a las hordas policiacas que llegaban a arrasar la ranchería. Una vez, en un procedimiento, le preguntó a un inspector por el nombre de su mamá, y cuando se lo dijo invitó a todas las víctimas deldesalojo a rezar para que a esa señora tan buena nunca le diera ni cáncer ni alguna otra enfermedad y gozara de buena salud. Igual ocurrió con sargentos y otros uniformados.

Carrasquilla, que también fue párroco del barrio Playón de los Comuneros, entre Bello y Medellín, diseñó una antropología del pobre, que le permitió elevar la dignidad de los marginados y su capacidad de resistencia. Su trayectoria hace recordar un pensamiento de Brecht: hay hombres que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles.

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