La escritura, el taller y la vida

4 agosto 2024 10:30 pm

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Julio César Londoño

¿El genio nace o se hace? Han nacido muy pocos, sobre todo en disciplinas como el ajedrez, la matemática y la música (Fischer, Galois, Mozart…) los demás se han hecho a mano, trabajando, como todos los que se destacan en cualquier profesión. Los buenos cirujanos, pintores y carpinteros son personas talladas a mano: se forman en la academia o son autodidactas, cursan diplomados y talleres, afinan en la práctica y se forjan en lo esencial, el arte de ser humanos, sufriendo y bailando.

El escritor no escapa a esta ley. Aprende las vocales en la universidad, con los amigos y en los libros; luego aprende cosas técnicas en los talleres de escritura, tacha y corrige mil veces, sufre y baila y, mucho después, a los treinta o cuarenta, encuentra su voz.

Un escritor es un producto de lenta maduración. Si le prometen enseñarle a escribir en veinte lecciones, o en cinco años, y llenarle de oro la boca, sonría y huya.

En un taller de escritura se aprende lo técnico (la inspiración la soplan los ángeles del estilo): que no hay palabras malas, solo palabras impertinentes: los personajes de una historia no pronunciarán vocablos rudos en la mesa ni vocablos técnicos en la cama (ningún galán le dirá a su novia “ponte decúbito prono, Lucía”); que los personajes de una ficción pueden ser incorrectos, una libertad que está restringida para el narrador porque los lectores tendemos a identificarlo con el autor, aunque pueden ser muy diferentes. Ejemplo: una escritora puede empezar un cuento diciendo. «Amanecí furioso ese día».

Nota. En la poesía, la distancia entre la voz que canta y el poeta es muy corta. El poeta es moralmente responsable de casi todo lo que dice el poema. La poesía es un género personal, como el ensayo, pero el ensayista lo suscribe todo, sin el casi. Debe responder por cada línea, una responsabilidad que el cuentista y el novelista tienen solo parcialmente. Los narradores siempre pueden alegar que sus criaturas de ficción cobran vida propia y hacen lo que les viene en gana, y es verdad.

Es oportuno recordar que la ficción no es un plano menos significativo que la realidad. El genocidio de Gaza es una realidad que no conmueve a los republicanos del Congreso estadounidense, donde Netanyahu acaba de ser ovacionado, aunque muchos de esos senadores quizá lloraron leyendo a Dickens y a Twain. Ningún documental urbano refleja la indefensión del hombre frente al Estado como lo hace la obra de Kafka.

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La arista más aguda del arte es la moral. ¿Puede un creador hacer apología del crimen amparándose en su fuero de artista? Más le vale que no. ¿Su vida privada contamina la lectura de su obra? Sí. Es inevitable. ¿Debe defender la moral imperante? No: yo creo que el artista debe proponer una ética más compleja que los códigos de la policía y los decálogos de los dioses. Si no, su obra será redundante.

De estos temas hablaremos desde el último sábado del mes de las cometas en las clases de cuento, crónica, crítica literaria y ensayo de divulgación, los módulos del Taller de Escritura que orientamos Betsimar Sepúlveda y yo.

Nota. Hay personas que no aspiran a ser escritores, pero quieren escribir porque les gusta leer y están jubilados, o son estudiantes y quieren hacer buenos ensayos, o son profesionales y quieren que sus informes estén bien redactados, o ser mejores profesores, o escribir la historia de la familia. Son personas anómalas porque incursionan más allá de sus dominios. Saben que el lenguaje no es patrimonio exclusivo de los oradores ni de los escritores; que sirve para negociar, injuriar, maldecir, seducir, comunicar de manera eficaz, poner una nota elocuente en el wasap, una frase o un vocablo que marque la diferencia.

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