Fáber Bedoya Cadena.
Nosotros crecimos entre dichos, refranes, sabiduría popular, mitos, leyendas, comparaciones, exageraciones, mentiras, fantasías, verdades imaginadas, a medias, tradición oral. La ficción superaba a la realidad. Muchas cosas nos parecían imposibles que sucedieran, por eso la enorme felicidad cuando vimos por primera vez la luz eléctrica en las noches, montarnos en un jeep o bus escalera, escuchar la radio, hablar por teléfono, ver los aviones de cerquita en el Edén, eso fue lo máximo. Bueno, no hace sino 70 años.
Estamos hechos con productos nacionales, ensamblados con sabiduría popular, rupestre, barnizados con enseñanzas ancestrales y trasmitidas de generación en generación. Con ideas y conocimientos nacidos en la naturaleza, sin autoría definida, lejos de comprobación científica, intuitivas, experiencias particulares convertidas en costumbres generales. Lecciones éticas, morales, consejos, instrucciones, formulados de manera figurada, simbólica, hasta lúdicas, llenas de ejemplos y colorido, que marcaban un camino a seguir. Frases aleccionadoras, relatos, leyendas naturales, mejor las sobrenaturales, chistes, anécdotas graciosas, adivinanzas, sentencias lapidarias, predictivas, acertijos, todo popular. Excelso folclor acompañado de expresiones no verbales, que decían más que las palabras, “no es lo que dice, es como lo dice, el tonito que emplea y la cara que pone”, paralenguajes, jergas, o palabrejas acuñadas para un exclusivo entorno social o comunidad.
Nuestros antepasados sabían mucho y de muchas cosas, y nosotros le creíamos, no había otra opción. Y a qué horas y dónde lo aprendieron, era el gran misterio de la educación, y lo fueron transmitiendo de generación en generación. Siempre tenían la razón, nosotros obedecíamos, porque muchas veces estaban acompañadas de la filosofía de la chancleta o la psicología del juete, la correa, la pretina y hasta el cordón de la plancha, fueron recursos pedagógicos para hacernos obedecer.
La vida seguía a los pensamientos, generalmente hacían lo primero que se le viniera a la cabeza, producto del acierto y el error, acierto que garantizaba la supervivencia, error que podía costar la vida. Entonces no lo volvían a hacer. Haciendo siempre lo mismo, pero esperando resultados diferentes. “morían con la suya”, se decía, y era cierto, no cambiaban de opinión, su certeza era la verdad, la desconfianza era infinita, porque la confianza en un ser superior presente en ellos, no tenía límites. La fe era su arma y escudo preferido. El estudio de los hijos, de aquellos que querían, era su mejor legado, tenían un modo de pensar y actuar característicos que los diferenciaban notoriamente de los demás, era verdad, únicos e irrepetibles, los hicieron y “botaron el molde”, testarudos, tercos, de extremos. El tiempo libre lo gastaban muy bien, en el juego, el trago, el cigarrillo y las mujeres, también iban a misa los domingos. Estas actividades libertinas y censurables fueron compañeras inveteradas de muchos familiares míos, hasta bien entrados en años, y a uno de ellos que con frecuencia llegaba muy trajeado a la casa, producto de una juerga y noche de juegos, la señora le “chalequeaba” los bolsillos. Una noche, él sabía que tenía en el bolsillo de adelante del pantalón, mil pesos en billetes de 20, y en los bolsillos de atrás, cinco mil, en billetes de 500, que eran billetes hermosos, verdes y rojos, parecidos a los de cien mil de hoy. Se levantó muy tarde, lo primero que hizo fue revisar los bolsillos y todo lo que tenía era un billete de 500. Eso le había dejado su señora. Enfurecido fue a buscarla, donde me escondió la plata que tenía en mis bolsillos, mi plata. Venga mijo le muestro donde se la escondí, en la alacena está, y efectivamente allí estaba la plata convertida en mercado para un buen tiempo, carne y alcanzó hasta para una ropita para los niños. Entonces optó por esconderla en lugares recónditos pero que se acordara después, y una noche la escondió en una rendija que tenía el piso que era de tabla, muchos billetes, y esta vez no fue su señora, sino las ratas las que destruyeron los hermosos billetes de quinientos pesos.
Teníamos otro tío, muy elegante, vestía siempre con sombreros finos, Barbisio, comprados en la sombrerería Barbisio de Armenia situada en la calle 18 entre carreras 17 y 18 frente a la antigua cárcel, y después la Caja Agraria, o en el almacén y sastrería Modas al día de Triana Hermanos, en la carrera 16 con calle 20 esquina. Tenía una buena colección. Un día tuvo que hacer un viaje a España, porque un policía borracho le mato un hijo, y le dieron una jugosa indemnización. Se hospedó en Bogotá donde una sobrina, con su esposa, desde luego viajaba elegantemente vestido y con su sombrero. Al otro día cuando salieron para el aeropuerto en el trajín con las maletas, y pasaportes y todos esos afanes, ya iban en el carro y se dio cuenta que se la había olvidado el sombrero. No se podían devolver, estaban sobre el tiempo. Se los encargó, guárdeme el sombrero, con mucho cuidado, es muy valioso. Lo primero que hizo al llegar a Madrid, fue comprarse un sombrero, recibió la indemnización, regresó a Bogotá, se hospedó donde la sobrina, recogió el sombrero lo revisó por todos los lados, y para sorpresa de los presentes, en el forro de la copa de esa prenda de vestir, estaban guardados una buena cantidad de billetes de quinientos pesos. O sea, todos los sombreros que tenía estaban forrados con billetes rojos y verdes. A partir de este día tuvo que cambiar de escondite.