domingo 15 Jun 2025
-

Radiación

27 julio 2024 10:21 pm
Compartir:

Un texto de Enrique Álvaro González, editado por Cafe& Letras Renata. Taller de escritura creativa.

Fue la fe la que me sacó adelante en esta situación tan dolorosa, porque, estoy segura, Dios me escogió por algo para superar todo esto.

Un día, una pandemia atacó al mundo y un enemigo diferente, pero tan letal como ella, me atacó a mí. El médico ordenó un tratamiento que me aislaría por completo de mi familia, porque ellos, en especial mis dos hijitos, niño y niña, podían salir afectados.

Mi caso, para nada se relacionaba con aquel virus mortal que obligaba a dejar las calles solas o casi solas, porque los gobiernos debieron ordenar el aislamiento en todo el mundo y eso complicó las cosas.  El tratamiento, inesperado para mí, consistía en beber yodo reactivo, que como dice el nombre, emite una radiación que no se ve, menos se toca y quien lo bebe la emite con solo hablar, con ir al baño, con el sudor y hasta con el simple contacto, por eso es obligatorio alimentarse en platos y cubiertos que nadie más toque.

Esto de un momento a otro para quien se considera sano, en medio de una situación mundial tan crítica, resulta inexplicable; además, trae muchas cosas a la cabeza, entre ellas preguntas forzosas: ¿Sí aguantaré?… ¿Sobreviviré?

Había empezado a sentir mi cuerpo extraño unos meses antes. Sudaba cuando hacía frio y como siempre mantenía con calor, pensé que era algo hormonal por eso no le presté mucha atención hasta que caí en cuenta de que todo lo hacía más rápido. Andaba acelerada como un corre caminos. Puro estrés, supuse.

Eso fue al comienzo; pero volvamos con lo del yodo que al final después de tanto sufrir fue la salvación. En medio de una gran expectativa y muchos nervios, llegó el día esperado. Con un positivismo total oré, en especial le pedí a mis abuelitos que desde el cielo me protegieran y salimos para el hospital en el carro de la familia.

En el camino, poca gente autorizada a salir estaba en la calle con el tapabocas puesto y recordé cómo cada momento de esta historia, me encontró siempre dispuesta a luchar por mí. No; yo, como esa gente que se arriesgaba a salir a luchar por la supervivencia, tampoco me dejaría vencer. ¿Cómo habían sido estos meses de tormento?… Después del acelere que tuve y que achaqué al estrés, empecé a temblar mucho; como si tuviera Parkinson. Sentía taquicardia, se me caía todo de las manos y se me dificultaba comer o darle a mi hijita. ¿Qué me estaba pasando?… No era normal que me sintiera agitada, como si el aire me faltara. Un día frente al espejo vi un bultico en mi cuello. Otra vez, “pensé… supuse… creí”, que me estaba engordando de nuevo, porque ya había bajado de peso y le eché la culpa a unos remedios desparasitantes que había tomado no hacía mucho.

Aquel noviembre, en la sala de espera del hospital especializado en cáncer, pero colmada de pacientes adultos, damas jóvenes, ancianas, hombres maduros o niños contagiados del coronavirus a la espera de su turno para continuar en la lucha, sentí una solidaridad tan grande, que de corazón pedí por todos, mientras iba a enfrentar el reto que a mí me correspondía. El momento, sin embargo, se vio embellecido con las imágenes del televisor en la sala de espera, de los animales salvajes que se aventuraban a recorrer las ciudades vacías.

¿Sería la ignorancia? ¿O al final sería el miedo a una terrible realidad, lo que me llevaba a buscar respuestas vanas a los síntomas que presentaba y me llevaban a suponer que era obesidad?… Porque no. No estaba engordando… no era así.  Tampoco era víctima del covid 19, como llegué a creer. Era algo, no sé si peor, pero sí lo sabía tan mortal como el virus con que natura atacaba al hombre. Se trataba de la tiroides, que daba señales y yo las ignoraba.

En mi cumpleaños me tome fotos con todos y como mi mamá me hizo una video llamada, me preguntó qué era ese bulto que tenía en el cuello. Yo le dije del aumento de peso y le pregunté de paso si a ella le pasaba lo mismo cuando subía unos kilos y como su respuesta fue que no, las dudas comenzaron.

Llamé a la sobrina de mi esposo y cuando le expliqué lo que pasaba, en su calidad de médico me asustó porque me dijo que bajaría a mi casa el día siguiente para verme y así lo hizo. Me examinó y según su concepto, el cuello no tenía por qué estar así, entonces me ordenó un examen cuyo resultado hizo de mi sospecha, una terrible realidad: Dios mío… tenía cáncer de tiroides.

Una vez registrada para el procedimiento, el yodo resultó ser bebible cuando lo suponía inyectado, pero el caso fue que me hicieron seguir a una sala con otros pacientes y sin mi esposo. Él tuvo que esperar afuera mientras yo recibía una charla de cómo iba ser el proceso, el cuidado y el aislamiento durante los días que vendrían. Después, los enfermeros pasaron a los pacientes a recibir la toma, hasta que me tocó y como no pude evitar los nervios, ofrecí algo de resistencia. Ya con el yodo en mi cuerpo, el hacinamiento de enfermos exigió seguir el tratamiento en casa con las medidas de seguridad sanitarias del caso, así es que empezamos el viaje de regreso.

Esta vez silenciosa, evoqué el llanto que no pude evitar meses antes, cuando recibí la confirmación de la patología. Nadie sabe cómo luchan los sentimientos encontrados en la mente de un enfermo de esta gravedad. Pensaba en mis hijos tan chiquitos, pensaba en mamá, en mi esposo, mi padre y mi mente rotaba en tantas cosas, que eso fue lo que me sacó del marasmo y tomé acción. ¡No!… ¡No me iba a entregar sin haber luchado con todas mis fuerzas!… ¡No! ¡Yo, July Viviana Laverde! ¡No lo haría! Pese a que el tormento del yodo duraría eternos diez días y que la pandemia exigiera prioridad para sus víctimas.

Ante lo difícil de la situación hospitalaria del momento e incluso de las entidades dedicadas al negocio funerario, el mundo vio cómo algunas comunidades debieron quemar a sus muertos en la calle para evitar el contagio. De mi parte, debía tratarme pronto porque otro especialista corroboró los exámenes anteriores, entonces separada de los enfermos del Covid que habían colmado las dependencias hospitalarias, inicié tratamiento en el hospital con medicamentos que redujeron la tembladera y las taquicardias, lo cual agradecí, porque ya temblaba todo mi cuerpo y me caía hasta en la ducha. 

Luego de beber el yodo radiactivo, mi esposo, tan lleno de dudas como yo, quería preguntar muchas cosas, sin embargo, para evitar la radiación a quienes estuvieran a mi alrededor, sobre todo a él, que iba a estar en contacto con mis hijos, fue necesario que las respuestas se postergaran. Ellos, mis dos niños, el mayor un varoncito y mi niña la menor, son las personas más vulnerables a los efectos secundarios de la radiación, porque según me explicaron en la charla informativa del hospital, puede afectar su crecimiento… y yo no quería algo así para mis hijos.

Antes de llegar, llamé a mi padre, encargado de cuidarlos, y le dije lo más resumido posible, que cubriera la puerta con un plástico, para que la radiación no pasara. Esta parte de la lucha era crucial. Tenía que proteger a mi familia, sobre todo al conocer en mi propio cuerpo las reacciones de la medicina recetada por los profesionales, como pasó en la peor de mis recaídas:

Nunca pensé que esa fuera la forma en que la medicina expresara su reacción. Me dolía la cabeza, así mismo todo el cuerpo, a mi esposo le tocaba bañarme porque yo estaba súper débil y me dio una diarrea tan constante que debía permanecer con pañal, por eso bajé de peso rápidamente. También me dio una tos muy fuerte, fiebre y empezó a crecerme una bolita debajo de mi axila.

Era como un “nacido” gigante que no me dejaba dormir. Me molestaba el brasier, no podía usar blusa, ni soportaba el menor roce. Me puse compresas calientes con sal, me apreté hasta donde aguanté, pero la hinchazón no bajaba y más bien empezó a crecer y a crecer. Justo para esos momentos, en todo el mundo se incrementaba la emergencia del covid y por eso me dio miedo ir al hospital. No quería contagiarme, por eso aguanté unos veinte días. Tomé analgésicos, me hice cuanto remedio casero me recomendaron y gracias a Dios vino mi padre a ayudarnos, pues yo no era capaz ni de comer. Me dolía muchísimo para respirar y toser.

Fue sentir que mi espalda y pecho se partían lo que nos obligó a ir a urgencias con mi esposo, donde le dijeron que me trajera ropa y unos medicamentos que tocó comprar para el quirófano porque esa bolita ya pesaba una libra y había que sacarla. Me hospitalizaron una semana mientras sacaron, revisaron y analizaron t a ver por qué esos síntomas y con los días me dijeron que era la reacción normal de mi cuerpo a una medicación tan poderosa.

Yo quería estar en casa lejos del coronavirus y cerca de mi familia. Nunca pensé que el mismo remedio ocasionara en mi cuerpo situaciones igual o más difíciles que los síntomas. Me convencí así, por mi propio dolor, que no se deben ignorar los mensajes del cuerpo cuando es fácil acudir al médico con regularidad, por tanto, acepté el tratamiento del yodo radioactivo.  

Al llegar a casa luego de beberlo, inicié la falta de contacto con los niños pues tuve que ingresar a mi habitación por una ventana para que ellos no me vieran y se me acercaran. Ya dentro, puse rápidamente el seguro en puerta y ventanas y “a aislarme”, dije. Ese día, al comenzar la lucha sola, no se me hizo tan duro el encierro pues los vi a través de la ventana, los saludé y al rato me comuniqué con ellos por video llamadas para indicarles que durante las primeras 72 horas no podía consumir nada de alimentos con sal.

Aunque todo lo que me pasaban era insípido, no sé si era la ansiedad, pero el caso es que me daba mucha hambre. No me pude acostumbrar y con el paso de los días, parecía que iba perder la pelea cuando empecé a sentir la soledad, la tristeza de escuchar a mi familia y no poder compartir un almuerzo, un abrazo con ellos… algo tan simple, pero con tanto valor para mí, no solo en ese momento, sino siempre.

Yo, que he sido muy cariñosa con mi familia, alejarme de ella así, fue duro. Pero no quedaba más; tocaba adaptarnos… era un bien para mí y para todos. Al pasar los días la tristeza aumentó; lloraba porque me sentía sola y no tenía con quien conversar o abrazar, a pesar que todos me llamaban y mi madre, vía telefónica, siempre me animaba para que no me aburriera. El resto de familia, tanto de mi esposo como la mía, preguntaba cómo iba el tratamiento y me daban ánimos para aguantar lo que faltaba.

De mi parte rogaba con fuerza al Altísimo, porque estaba dispuesta a derrotar ese cáncer que pretendía separarme de las personas que más amo. ¡NO! No me iba a entregar y de nuevo levantaba el alma aferrada a mi fe y seguía la brega.

Las mañanas eran los momentos más tristes cuando escuchaba detrás de la puerta a mi hijo irse a la escuela. Unos momentos después mi hija de tres añitos se levantaba, tocaba mi puerta llamándome y me pedía llorando que le abriera. Se me partía el corazón en mil pedazos… “tenerlos tan cerca, pero a la vez tan lejos”, pensaba en ese encierro y me preguntaba: ¿Cómo hace la gente en la cárcel? ¿Cómo pueden vivir así por hacer cosas malas? ¿Cómo pueden pasar el resto de una vida encerrados? No encuentro explicaciones para aceptar un encierro de estos. Si dentro de mi casa me sentía tan mal, tan triste, que contaba las horas, los minutos y cada segundo, esperando agilizar el fin del tratamiento.

¿Qué hacer entre tanto? Además de escuchar en la radio cómo algunos músicos y otros profesionales, por pura necesidad y violando la cuarentena, llevaban serenatas o servicios a los barrios a cambio de cualquier ayuda, yo intentaba distraer la mente, limpiaba mi habitación y desinfectaba todo a diario, pero a pesar de eso, mi papá usaba mascarilla para no estornudar y porque le dolía la cabeza al abrir la ventana para los alimentos. Salía un olor muy fuerte de la habitación y aunque yo no olía nada, sacaba mi ropa bien protegida al patio y usaba las mismas prendas dos días seguidos.

Mi ropa interior la lavaba y la colgaba en el baño de la habitación, jugaba a recordar canciones perdidas en el tiempo, paseos de olla con la familia en épocas infantiles, intentaba fechar las fotos que me miraban desde las paredes y así, pasaron los días más largos y tristes de mi vida. Con mucho sentimiento, pensé que definitivamente la vida es nada sin salud y sin la valentía que se requiere en una prueba tan tremenda como esta, más cuando uno es tan apegado a su familia. Es duro… muy duro.

Cuando por fin llegó el día de regresar al hospital, me levanté con los mejores ánimos. Todo debía salir bien porque seguí lo que me dijeron al pie de la letra en alimentación y cuidados. Fuimos con mi esposo y tocó esperar al doctor. Una vez en consulta, me revisó la garganta con un aparato que medía la radiación y me dijo que esperara los resultados. Al cabo de un tiempo pleno de emoción y dudas, salió de su consultorio con documentos en mano y con una pequeña sonrisa de satisfacción, me dijo: “todo ha salido bien señora. Ya puede unirse otra vez con su familia”.

Fue inmensa la dicha con que recibí la noticia. ¡Dios mío! ¡pasé la prueba más dura de mi vida!… los días de angustia, tristeza, miedos y desesperación, terminaban. Sentí que una puerta enorme se abría ante mí y daba acceso a la felicidad refundida tantos días. Ya podía ver, tocar a mis hijos y estar con mi familia. Salí tan contenta con mi esposo, que de regreso a casa noté cómo las personas y los tapabocas habían aumentado y que en su mayoría la gente que se arriesgaba a salir a la calle cargaba su botellita de alcohol para desinfectar las manos.

Al llegar a casa, mi pequeñita me esperaba con un abrazo de amor y alegría… mi chiquita… mi amor pequeñito… lloramos juntas porque ella me extrañó tanto como yo a ella. La vi delgada, noté que no comía bien y la tristeza se veía en sus ojitos, pero mi corazón se reanimó al rato, cuando llegó mi niño de la escuela y con su vocecita dulce me dijo: “se acabó mamá. Ya podemos estar juntos”. Lloré otra vez, pero entre esas lágrimas, iban muchas de alegría. Dios me había concedido otra oportunidad. El asalto final de esa lucha en que me había comprometido, era cumplir la orden del doctor:

Una vez llegue a la casa, abra las ventanas para que salga el olor del yodo, y como mínimo por ocho días, no utilicen esa pieza. Desinfecte todo. Cobijas, cortinas, baño y todas las cosas con que usted tuvo contacto durante esos días”.

Si mi habitación no se podía utilizar, mucho menos ingresar mis hijos porque el yodo estaba aún en el aire, entonces crucé ese portal que la cura de mi mal abría con tantas y tan nuevas posibilidades de vida y me puse a desinfectar todo con mucho cuidado para que no tuviera contacto con las demás cosas. La ropa, por ejemplo, la colgué solita en la terraza por si aún emitía radiación, la música la oí más romántica y bella y así, el día que me dieron de alta limpié todo, absolutamente todo.

Terminé cansada pero feliz. Comer otra vez rico, salir, tomar ese sol que tanta falta me hizo en el encierro o respirar aire fresco, no tiene precio. Su falta me enseñó a prestar atención a los síntomas con que mi cuerpo avise que algo anda mal. Hoy estoy en manos de un especialista que me tiene muy bien, pero esta libertad, el amor, la salud y las cosas maravillosas de la vida, me recordarán siempre el valor de esta experiencia.

Este milagro, me dice que debo seguir confiando en mi esposo, que me acompañó en todo momento y en las personas que me quieren. Ah… porque eso si lo digo: “una cosa de estas, por mi propia culpa, no me vuelve a pasar”. El Altísimo, como cada quien lo conciba, concede el valor y otra oportunidad, o que lo diga yo, quien con esta experiencia sané el cuerpo y el alma de dolores tanto físicos como espirituales.

Te puede interesar

12 junio 2025 11:03 pm

Lo más leído

El Quindiano le recomienda