Fáber Bedoya Cadena
Es necesario ponernos en contexto como se dice en la actualidad, para ubicarnos en los años 1945 al 52, cuando transcurrió nuestra niñez en una finca de la vereda Pueblo Rico del municipio de Quimbaya Caldas. Con mucha actividad, comer, dormir, jugar, correr detrás de los terneros para traerlos al ordeño, montar a caballo, subirnos a los arboles a coger guayabas, guamas, zapotes, aguacates, guanábanas. Torear avisperos, matar hormigas arrieras, huir de las cachonas. Rodarnos por las faldas en capachos de guadua, poner a funcionar el ariete, llevarle las medias nueve y el algo a los trabajadores, hacer algunos oficios domésticos y de la finca, que no exigieran el manejo de machetes, azadones, u otro tipo de herramientas. Revolver el café, entrarlo por si iba a llover.
Teníamos que seguir estrictas normas de supervivencia que exigían extraordinaria convivencia con la naturaleza y con los humanos.
Y empezamos otra niñez, que era en la escuela, la aburrida vida escolar. Eran jornadas de tres horas por la mañana con veinte minutos de recreo, y lo mismo por la tarde. Sentados, oyendo un maestro o escribiendo, sin conversar con nadie, nos quedábamos dormidos. Nos castigaban con una regla o con correa. Los maestros eran nuestros segundos padres, y tenían autorización expresa para castigarnos. No podíamos desertar, era obligatoria la educación primaria, de primero a quinto. En escuela pública, en la Santander, solo existía un colegio privado, regentado por don Vicente Parra. En Armenia, estudiamos en la escuela Olaya Herrera, con la señorita Lela, el director don Gerardo López. Aquí si existían los “kínder”, el del colegio Los Ángeles, mixto, o los jardines del colegio San José y San Luis Rey para los hombres, y los de las Capuchinas y Bethlemitas para las niñas, todo privado. Nosotros no tuvimos acceso a esos establecimientos, solo educación pública.
Nosotros teníamos muchas ganas de crecer es que, en esos tiempos idos, los grandes y mayores de edad, tenían muchas ventajas ante la vida.
Y empezamos otra etapa de la vida, al fin fuimos jóvenes. Estábamos en bachillerato, y pongámonos en contexto otra vez, teníamos trece años, unos niños todavía. Muy mayores para estar con los niños y muy chiquitos para estar con los grandes. Tanto que a esa edad la llamaron “la edad del pato”, porque estorbamos en todas partes. Al fin entre estudios, y furtivas fiestas que las llamaban “repichingas”, pasamos esos años duros de mocedad. Vistiendo a la moda, pantalón bota campana, pelo engominado, los más acomodados vestían blue jeans, que algunos les ajustaban muy bien, pero a nosotros nunca nos cayeron, por la ausencia de retaguardia. Y qué decir del atuendo femenino, todas vestían igual, por fuera y por el interior. Con absoluta seguridad así vestían la abuela, la mamá y la hija. Siempre de vestido largo, faldas anchas, muy pocas por no decir ninguna vestía con slacks. Las faldas abajo de las rodillas, finas enaguas, combinaciones de seda, acompañadas de medias velas veladas ajustadas con liguero y después, como mucho modernismo, las media pantalón. Eran igualitas a los uniformes de diario de los colegios. El de educación física era alto, ancho y tenía por debajo una pantaloneta, siempre blanca, pero dejaba ver mucho más.
Pero para nuestro deleite, alimento visual, y “caldo de ojo”, se inventó la minifalda, en 1965, cuando teníamos 20 años, ya casi adultos. Y así vimos las piernas de las niñas, primero con medias y después, sin medias. Para nosotros eso fue extraordinario, como si la ropa que le suprimieron a las faldas, fuera una venda que nos quitaron de los ojos. Se veían todas tan bonitas, incluyendo nuestras hermanas. Entre ellas se llamaban las “minifaldudas”. Se llegó a decir, dónde empieza la minifalda de algunas damas, donde termina el escote. Porque me faltaba ese dato, aparecieron los escotes y entonces el panorama fue completo.
Nosotros, en esta envidiable época éramos ya adultos. Compañeros y vecinas ya casados, con hijos, profesionales o en vísperas de serlo. Entonces a qué horas pasó la adolescencia. Fuimos “cocacolos”, “teen agers”, tuvimos novias de ventana y con razones. Todo hasta muy temprano porque la policía perseguía por la noche a los menores de edad. Íbamos a social por la tarde los domingos, a futbol al estadio San José, a las presentaciones en el circo teatro el bosque y en el teatro Yanuba. Nos volábamos del colegio a ver cine mexicano en el teatro Tigreros y el teatro Colombia de la 18 con 30, y los más osados a ver cine XXX al teatro Victoria, cerca al bosque. A corridas de toros, a la retreta del parque Sucre. Podíamos estar en la caseta Matecaña, en las fiestas de Armenia, a bailar con el loco Quintero y la animación de Sady Rojas, siempre en familia.
Fuimos adolescentes, profesionales, nos casamos, vivimos la adolescencia de los hijos, y ahora estamos viviendo la adolescencia de los nietos. Que historia tan completa, tenemos mucha autoridad para hablar del tema. Somos testimonio de tres generaciones, eso es mucho decir.
Y cuando la vida nos pregunta algo al respecto, dónde nos ubicamos. Hay tantas experiencias de tantas vidas vividas, convertidas en estigmas, cicatrices físicas y en el alma que es muy difícil dejar atrás cualquier etapa de la existencia. A los hijos nosotros les contábamos historias de nuestra niñez, hasta se deleitaban oyéndonos contarles historias de las novias, y como conoció a mi mama, y como se enamoró. Bueno, son muchas las cosas que ya no hablamos con los nietos.