Jhon Fáber Quintero Olaya
La lucha republicana de una nación joven tuvo un comienzo tormentoso. Las gestas violentas por ser libres pasaron por diferentes etapas, incluyendo el famoso episodio de la patria boba. Las guerras con los españoles y luego las propias bañaron la primera presidencia, congreso y organización estatal. Después del florero de Llorente los antagonismos continuaron hasta la batalla de Boyacá, pero nuestra resiliencia siempre rompió todo tipo de límites. El amor por la autonomía superaba el temor a perder la vida.
Desde aquella época mucho ha sucedido, aunque la agresión marcó y sigue presente en nuestra huella institucional. Conflictos de diferente naturaleza son evocados constantemente como la guerra de los mil días o la violencia política del siglo XX. Los gritos de justicia, equidad y bienestar legitimaron en diversos episodios la agresión capital a la existencia como si la muerte fuera sinónimo de progreso.
En la actualidad no mucho ha cambiado desde entonces, aunque los esfuerzos por lograr un país en paz también son notorios. Las tentativas de los años ochenta y dos mil se consolidaron en los Acuerdos de La Habana y hoy se focalizan en múltiples negociaciones. Los avances son innegables, pero también los retrocesos, como lo reconoció recientemente en las Naciones Unidas el presidente Petro. Los homicidios de ex combatientes y las amenazas a los espacios de reincorporación denotan las debilidades institucionales en el monopolio de la fuerza y rememoran los peores tiempos del terror.
La Justicia Especial para la Paz y la Comisión de la Verdad han realizado un trabajo gallardo por aplicar justicia transicional y lograr una verdad histórica que a muchos duele y a otros preocupa, pero que es necesaria. La reconciliación sólo es posible cuando tenemos certeza de nuestro pasado y el futuro sólo es posible cuando el aprendizaje garantiza la no repetición. El ciclo solo se puede cortar con una maleta ligera y para ello se debe soltar el rencor del daño y tomar fuerzas de esperanza. Por ello, la apuesta por la paz es el camino correcto.
Ahora bien, las vicisitudes de una nación polarizada no encuentran un único camino. Las dificultades de ejecución presupuestal, de política pública y gobernabilidad hacen inviable la promesa de cambio, al tiempo que el mandato del ex senador Petro va por la mitad. El control judicial a sus principales iniciativas ha puesto de presente la fortaleza de la rama, pero la fragilidad jurídica de la obra del pacto histórico. Las recientes demandas alrededor de la reforma pensional no vaticinan un buen futuro, pero golpean una economía que ante tanto chisme y antagonismo sigue en la incertidumbre.
El jefe de Estado debería aprovechar este segundo tiempo de su periodo constitucional para disminuir el alcance de sus ambiciones de transformación y concentrarse en un preciso legado que sea recordado en el inmediato porvenir. Ello implica la generación de consensos, la renuncia a transformaciones constitucionales y la definición de un claro mensaje de unidad hacia un camino en el que el norte sea diáfano. Las peleas con la prensa y las narrativas conspirativas deben desaparecer por un escenario de propuestas, articulación del poder público y lograr de esa forma avances en el frente agrario, de paz y de justicia.
Las posibilidades de cambios estructurales en materia educativas, de salud y de justicia deben dejarse como asignaturas pendientes al nuevo ungido de la primera magistratura estatal. El grito que necesita Colombia este 20 de julio es el de la convergencia y no el de una tumultuosa agenda legislativa sin capacidad de éxito. La palabra hoy la tiene el señor presidente.