Un texto de Angelmiro Ortiz, editado por Cafe& Letras Renata. Taller de escritura creativa.
El grito militar hizo eco ese amanecer en los rincones de uno de los alojamientos del Batallón de la Policía Militar N°13 en Puente Aranda, Bogotá, Colombia, y a pesar de ser un enérgico llamado, escuché “la diana” suave y cordial por parte del joven suboficial que se encontraba de servicio. En los catres, se descubrieron las cabezas con cortes casi al rape y minutos después, se hallaban las liner (cobijas) emburujadas en su sitio, mientras los ocupantes tiritaban al regresar del frío baño capitalino.
Mientras me acomodaba las ligas, brillaba las botas, y apretaba la reata, añoraba la vegetación de la selva, donde se vive sin mucho protocolo en el silencio y comodidad de la jungla. Amanecer en el colchón fresco de hojarasca entre los inmensos robles, ceibas y cucharos donde los gruesos bejucos de chaparro sirven de nido a las águilas, guacamayas, guacharacas, tucanes y sinsontes, y gozar de otra alborada con las aves anunciando un nuevo día junto al murmullo infinito de la cascada, es muy distinto.
Razones tenía. Llevaba años de no dormir con sábanas blancas, almohadas abullonadas, catres alineados a 50 centímetros de un piso muy brillante y oloroso a Sanpic floral. Algo incómodo estaba al cruzar la puerta del dormitorio, sin embargo, al acomodarme la guerrera, miré de reojo el aviso sobre el espejo:
¿Cómo está mi presentación personal hoy?
Con jarro, marmita y cuchara, nos acercamos al rancho de tropa que a esa hora era una verdadera galería de pueblo. Grupos de reclutas daban al trote vuelta al rancho y formaban en hilera, o los interrumpía el conteo de los saltarines de caballería para pasar al desayuno, con la llegada de otro grupo que cantaba el himno al ejército de Colombia al compás del taconeo de las botas de combate.
Estudié por unos instantes aquel desacostumbrado bullicio y esperé a los compañeros de grupo entre los que alguien dijo:
–Estamos completos. Solo faltan los centinelas. Uno que dé parte.
Tomé la iniciativa con un: ¡Aaaatencion!… ¡Fiirr!… ¡A li ne!… ¡A r!… ¡Viiista Al Fren! ¡Cuubrir!
El grupo, rígido como maniquí, solo movió las cabezas con un pequeño giro hacia donde estaba el señor del brazalete con las iniciales S.S.
El Suboficial de Servicio correspondió a mi saludo con la mano rígida en la visera de su gorra y dándome gracias, se dirigió al grupo:
–¡VISTA AL FREN! ¡AAAA DISCRECCION! – se escuchó un solo zapatazo. –¡Por la derecha! ¡En hilera al desayunó! ¡Adelante MAAR!–, concluyó.
El Batallón Colombia No. 3 está en la península Arábiga del Sinaí, más exactamente en Campo Norte en el Gorah Egipto, desde abril de 1982, tras la firma del tratado de paz Egipto-Israel. Por inconvenientes fronterizos las Naciones Unidas (O.N.U) asignaron a la zona una fuerza Internacional de paz en la que Colombia participó con una tropa de 275 soldados, para verificar el cumplimiento del tratado entre las dos naciones, e iniciar la conformación de la M.F.O. (Fuerza Multinacional de Paz y Observación), con 13 países más.
Desde entonces, El ejército de Colombia, como premio al cumplimiento del deber, ha enviado allí a sus mejores soldados. Aquellos que demuestren disponibilidad, habilidad y destreza en el combate en la jungla colombiana y quienes aquel día desayunábamos en el bullicioso rancho militar de la P M. Luego marchamos hacia el campo de paradas a la formación general de todos los viernes, con nuestro atrayente uniforme pixelado de desierto, relucientes botas y coloridos parches de la M.F.O. Éramos los elegidos. La comunidad del cantón occidental nos identificaba como los de la concentración, o relevo 80 a la península arábiga del Sinaí.
El coronel comandante del cantón hablo aproximadamente hora y media, leyó el orden semanal, impartió ordenes, medidas de seguridad, recibió opiniones y sugerencias de los demás comandantes y, por último, se refirió a nosotros; al batallón Colombia N°3, con elogios y felicitaciones por ser los mejores, por ser seleccionados para integrarlo y tener el honor de pertenecer a la M.F.O en representación del Ejército colombiano. Así terminó la formación.
Ese día recordamos el orden cerrado. Al grito del sargento, marcamos el paso pendiente de la voz preventiva y la ejecutiva, para no desordenar la marcha:
–¡Pasito Cuchufli con arrodillaba, patada, pedo y relinchadaaaa!… ¡Maaaarr!
Unos silbaron, otros relincharon, otros patearon y al final terminamos en una sola carcajada. Volvimos a la formación inicial a conocer las actividades del día, relacionadas con la documentación para el pasaporte, el certificado judicial y la cita en el DAS (Departamento Administrativo de Seguridad).
–Termínense de atalajar, embolen y tengan una presentación personal impecable, que en la guardia nos esperan los Hummers (carros militares) para llevarnos ida y regreso–. Dijo el sargento.
Al llegar al DAS, entramos con paso firme y decoro. Los transeúntes nos miraban con admiración y señas de aprobación, así como el personal del D.A.S y las lindas secretarias al contonear sus traseros de aquí allá coquetas, delicadas y amables, se veían más bellas.
Cada quien firmó lo que tenía que firmar, y mientras el comandante advertía:
–¡No se vayan a retirar que pronto llegan los Hummers por nosotros! –, hubo tiempo para mirar la maqueta de lo que fue el ataque con explosivos por parte del cartel de Medellín, aquel 6 de diciembre de 1989 cuando murieron 60 personas y hubo 500 heridos. Para nosotros, en nuestra condición de veteranos de guerra, acostumbrados a vivir la realidad del país, esa visión poco nos alteró, pero a mí sí me atropello el recuerdo, cuando me fijé en el muro de rejas que encierra la entidad.
Hace unos años, cuando llegue a Bogotá, era un campesino con un viejo maletín, unos harapos y pocas esperanzas en busca de una mejor vida.
Lo único que encontré como fuente de trabajo, fue de vendedor ambulante en una carreta de madera prestada por un amigo con una arroba de cebolla, comprada en Corabastos. Liaba con cabuya rollitos para venderlos a 100 pesos, en las plazas de mercado de la Despensa, San Bernardino, y León XIII. Recorría esos barrios capitalinos y en la tarde llegaba a la plaza de Piamonte donde pagaba una piecita con otro hermano que también estaba en el rebusque.
Tenía días pésimos en que solo vendía cinco o seis rollitos con lo cual pagaba el almuerzo y quedaba sin cinco, pero con mi estómago satisfecho y la esperanza de que al otro día no madrugaba a surtir porque aún me quedaba mercancía. Trabajaba sin descanso, con todo lo que estaba en cosecha; aprendiendo, entre otras cosas, que en el negocio de comprar y revender se paga la novatada. Un día compré un bulto de naranja, supuestamente “pachuna”, que es reconocida por su calidad, pero el mal intencionado mayorista me las vendió dañadas. Tuve que ingeniármelas y poner picada contra picada bien apretadas con la malla “envoltoria” para que el cliente no las viera y le agregué un poco de humor:
–Son pachunas, fumigadas con azúcar y abonadas con miel de abeja–, decía al mostrarlas y dar la degustación, pero la verdad era que debía rescatar algo de la inversión, porque las ganancias ya estaban perdidas.
Me sentí en el camino equivocado con eso de las ventas ambulantes, pues no le veía futuro. Era mejor trabajar en una empresa, con mejor sueldo, primas, cesantía y todo lo de ley; más el problema era que no estaba bien documentado y lo primero que me pedían era la libreta militar de primera clase, certificado judicial o experiencia laboral.
Empecé con el certificado judicial en el famoso DAS, donde entré, averigüé, firmé y pagué el costo del documento, tras lo cual me llevé la decepción de quedarme sin una moneda para el regreso a casa, entonces me senté fuera de las instalaciones y lloré en silencio mi suerte. Me sentí poquito; pisoteado por la situación; como si la vida me masticara para tragarme. Tuve rabia y ahogué mil maldiciones mientras veía las nubes tocar los techos de casas y edificios y junto al cerro de Monserrate, con su ir y venir, los teleféricos. Estuve así un largo rato en un mar de desilusiones hasta que me levanté y un transeúnte me regalo los quinientos pesos que valía el pasaje. Tomé el bus a mi casa y meses después abandoné la capital, con el recuerdo y las lágrimas que allí dejé.
Entre la desilusión y el ánimo por iniciar una nueva aventura, me incorporé al ejército como soldado raso y después, como soldado profesional, pasé todas las fases del adoctrinamiento militar, atravesé lagos, selvas, ríos, montañas, anduve por caminos de herradura, carreteras destapadas y senderos no muy definidos que me costaron lágrimas, sudor y ver correr la sangre de compañeros para llegar hasta aquí dieciséis años después.
Hoy, frente al muro de rejas del DAS, recuerdo la desilusión de aquella tarde, evaluó las vueltas de la vida y me resulta impactante haber estado en esas condiciones, por eso hago una comparación. Si en aquel tiempo alguien me hubiera dicho que no me entristeciera porque dentro de algunos años iba a estar de nuevo aquí, luciendo botas y uniforme militar pixelado de desierto, un poco más de edad, pero con un montón de expectativas, en la misma diligencia del pasado judicial para viajar al Medio Oriente y conformar la Fuerza Multinacional de Paz y Observación, como delegado del Ejército de Colombia; no lo hubiera creído.
En la encrucijada de la vida tomé el camino correcto y todo empezó a sonreír. Tengo el corazón henchido de orgullo por lo que hago y lo que he hecho, sin pretender olvidar el pasado, pues conservo el ancestro campesino que me ha servido para lograr todo lo que me he propuesto.
Preciso cuando mi cerebro era una colmena de pensamientos que iban y venían como las mismas nubes que en mi recuerdo tocaban los techos de las casas y edificios y en el cerro de Monserrate el ir y venir del teleférico me ensimismaban, alguien me hizo volver a la realidad al tocarme la manga de la guerrera:
–¡Lanza! ¡lanza! ¡Ya llegaron los Hummers por nosotros! ¡Vamos! ¡Vamos!
Mientras él automotor se deslizaba plácido por la capa de asfalto, yo le sonreía a la vida, al recuerdo y a las lágrimas que allí dejé.
Glosario
Diana: Toque militar que se da al amanecer para que los soldados se levanten.
Liner: manta o cobija camuflada.
Ligas: Tira de tela, normalmente elástica, que se coloca en la pierna para sujetar las medias o los calcetines.
Reata: correa gruesa.
Sanpic: Limpiador multiusos perfumado.
Marmita: recipiente de acero inoxidable que permite portar alimentos o sopas de los militares
Cadencia: cantidad de pasos que se dan por un tiempo en una marcha militar.
Hummer: marca estadounidense de automóviles todoterreno de uso militar.
Atalajar: jerga militar para indicar arreglo de vestimenta o equipos.
Cabuya: cuerda obtenida de la planta de Fique.