La masificación e inmediatez con que fluye la información en la era digital ha dado lugar, entre otras cosas, a oleadas de indignación espontánea. Frecuentemente, la opinión pública se ve sacudida por sucesos, usualmente trágicos, cuya presentación violenta y descarnada en imágenes, videos o audios, golpea con ahínco las fibras más sensibles. Desgraciadamente, en Colombia las tragedias suelen ir acompañadas de versiones encontradas, debates enconados, y mezquinas manifestaciones de solidaridad y empatía con las víctimas.
Hace un par de semanas, el llanto inefable de un niño de solo 9 años que lloraba a su madre, quien yacía muerta a sus pies, despertó una airada indignación en redes sociales. Se trataba del asesinato de la lideresa social de Tierralta, Córdoba, María del Pilar Hurtado. Los gritos desconsolados del menor evocan una tragedia que se ha repetido más de 700 veces desde el comienzo de la implementación del Acuerdo Final: el asesinato de líderes y lideresas sociales.
Con la misma velocidad en que los gritos del menor retraban aquellas tragedias más dolorosas en la historia del conflicto colombiano, algunos sectores le salieron al paso a las versiones —comprobadas a la postre— que indicaban que la víctima era una lideresa social, la cual había ocupado un lote que pertenece al padre del alcalde del municipio, y quien ya había sido listada en un panfleto amenazante de las denominadas Águilas Negras. Algunos, inclusive, indicaron que la víctima “no era más que una recicladora”, desestimando el hecho mismo del asesinato.
Congraciarse con el dolor ajeno no es algo con lo que comulgue el uribismo cuando las víctimas se tratan de familias que lloran a sus padres, madres o hijos, cuando estos padres, madres o hijos han fungido como líderes sociales. Para aquellos, el crecimiento exponencial de los asesinatos a líderes sociales desde el comienzo de la implementación no es más que la ejecución de los “asesinatos aplazados”, sobre los cuales profetizó su jerarca en un trino del año anterior.
Cuando la tragedia pone en evidencia los cuestionables intereses que este grupúsculo abandera, deciden cerrar filas en torno a la repudiable estrategia de restarle peso a esta. No importa ya el llanto desconsolado de un menor huérfano. Para algunos, el asesinato se justifica cuando produce “buenos muertos” —como si de un ambiente maniqueo se tratase— en donde se deshumaniza a la víctima y, por extensión, al sufrimiento de sus dolientes.
Mientras tanto, la indignación, volcada en forma de miles de comentarios en redes, escasamente se traduce en medidas de solidaridad y empatía con las víctimas. En algunos casos, por la impotencia misma que suscita el asesinato. En otros, por la incesante incubación de víctimas, que dispersa el foco en múltiples tragedias. Y en muchos más, por la naturalización sin parangón de la violencia, el homicidio y otras tantas tragedias en el país. En Colombia, la tragedia siega vidas y agota el aliento.
@danbusfer