Todos los días, rumbo a mi oficina, me cruzo con varios jóvenes y adultos tirados en la calle, inmóviles; en ocasiones me pregunto si aún respiran. Están ahí, frente a los ojos de todos pero a la vez tan invisibles, tan ignorados, con sus cuerpos cubiertos de cartón, resignación y olvido; frente a todos pero tan solos. No sé si preferimos no verlos, si los vemos y preferimos no leerlos, si los leemos y preferimos no sufrirlos, si los sufrimos pero preferimos no amarlos.
Desde la comodidad de mi oficina suelo pensar en cuánto tiempo o qué cosas tienen que pasar para que dejemos de ignorarlos, o si tal vez ellos se están ignorando a sí mismos y eso hace efecto en nosotros. Tantos niños, adolescentes, jóvenes, adultos, ancianos que se confunden en la acera y entre las paredes de la ciudad, que se ocultan de una sociedad que no quiere reconocerlos, que no intenta percibirlos, los olvida y los abandona.
Así, olvidados por mí, por usted, por todos los que pasamos por su lado pretendiendo que no existen, que no valen o que no viven: así, pasan sus horas, sus días, esperando un nuevo anochecer, un nuevo amanecer, sin que nadie intente hacerse héroe saludándolos, recordándoles que están vivos, que respiran, que hacen la diferencia, que su vida tiene valor, que son seres vivos, seres humanos, personas, ciudadanos, vecinos, amigos, hermanos, padres o hijos.
Ellos, “habitantes de calle” como los hemos denominado, se convirtieron en inquilinos de las calles de nuestro país, de nuestra ciudad, de nuestra tierra, de nuestras raíces; son habitantes de nuestras vidas, protagonistas de mi mente mientras escribo estas líneas y protagonistas de la suya mientras las lee.
No sé cuántos de los que leen esto los han dejado habitar en sus mentes por más de unos pocos segundos; pero hoy lo quiero invitar, a usted que los ha visto y a usted que ha preferido no verlos; para que le apueste a mirar más allá de sus ropas sucias, su olor, su aspecto, sus miradas perdidas, para que vea más allá de su escasa realidad; quiero invitarlo a que deje de pensar un momento en usted y le dé lugar a los demás, a los otros con los que comparte este hermoso suelo que nos acoge a usted, a mí y a ellos, porque también a ellos los acoge.
Porque sé que son parte de nosotros, no me da igual la vida de esas personas, no me da igual pasar junto a ellos cada mañana, no me da igual verlos cada día peor, no me da igual que sus vidas se sigan perdiendo.
Es el momento de hacer algo; por ellos, por usted, por mí, por nuestra gente y por nuestra ciudad. Es hora de actuar, de abrir los ojos, de verlos, de amarlos y de amarnos, de pensar en colectivo. Entendemos que la tragedia del otro se convierte en propia, cuando reconocemos que somos vulnerables, cuando asimilamos que en algún momento podríamos ser nosotros, nuestros hijos, nuestros padres o un amigo. Para construir ciudad debemos dejar la indiferencia, dejar de creer que las situaciones de los demás, no son nuestro problema.
No me da igual, y ¿a usted le da igual?
Por: Marcela Andrea Torres Rivera
Psicóloga
Integrante EJES Colectivo Social