En una lectura que hago de lo señalado por Sandra Borda en su columna “Contra la intuición” (revista Arcadia No. 148), los tantos acosos sufridos por las mujeres tienen que aguantarse en silencio –muchas mujeres están de acuerdo-, pues es el costo que deben pagar si se quiere ser objeto de la atracción masculina.
Algo distinto ha empezado a suceder desde cuando el movimiento #METOO empezó a expandirse. Con solo levantar un poco la alfombra se ve el mugrero escondido. Yo también, me respondí. Elaboré un recuento que encontré significativo y que comparto:
Primeros años de mi adolescencia. Una cita médica. Él era un ´prestante´ médico de la ciudad. Me sentó en la camilla, me hizo algunas preguntas y empezó a acariciarme los senos. Mi mamá, quien permanecía afuera, toca la puerta queriendo saber lo que me ocurría. Él tuvo que detener su ´auscultación´.
Luego de haberme casado y tenido una hija, empecé a ir con regularidad al examen de citología. Iba a una sede de Profamilia donde atendían médicos. En una de estas sesiones, Él intempestivamente introdujo uno o varios de sus dedos en mi vulva causándome un terrible dolor. Quedé pasmada, no supe cómo reaccionar.
En adelante mi cuerpo se comprimía como una reacción automática frente al examen, aunque seguí realizándolo con una enfermera asignada por mi EPS. Luego, por mi experiencia vital favorecida con el apaciguamiento de mis hormonas (la edad ayuda), entendí que mi completitud no dependía de tener sexo con un hombre. Pedí ayuda para mi dificultad con una médica de mi EPS: me dijo que yo era una melindrosa. Ante el maltrato me dirigí a la oficina del director médico. Estaba en compañía de dos enfermeras y le conté lo que me pasaba. Él, me preguntó delante de ellas si yo mantenía una vida sexual activa y le dije que no (ingenuidad mía). Entonces replicó riéndose: “ahh…es que lo que no se usa se daña”. Las enfermeras también rieron. Acudí a la página web de la entidad para poner la queja sin resultado alguno.
También recordé la ocasión en que, ya separada, con una amiga fuimos a divertirnos. Era de noche y al llegar al lugar escogido encontramos un par de conocidos con quienes departimos. Al amanecer desperté sin tener noción de cómo habíamos llegado a mi casa. A mi lado estaba uno de ellos. Con destellos de mi memoria armé lo sucedido: habíamos tenido un encuentro sexual delicado y tierno; él me dejó un amable recuerdo. Fue un acto consentido. A mi amiga le pasó igual.
Me pregunto qué habría sucedido en este último caso si, al despertar, hubiera recordado que este hombre me había forzado de algún modo y que el estado de inconsciencia originado por el licor me impidió evitar su acceso violento. Por supuesto, en esas circunstancias también se configuraría un acto no consentido, un abuso, una violación.
Mitos como el de la pulsión violenta de los hombres -hacia las mujeres y en los demás ámbitos de la vida- sustentados en una ´biología de opinión´, hacen carrera para justificar los comportamientos agresivos de estos. Habría en cambio que seguir la huella de un comportamiento reforzado a diario en todos y cada uno de los espacios micro y macro de la vida social, que nos explicarían mejor el estado de cosas. De este modo podríamos evitar un flanco más del escalamiento de odios/exclusiones que se ha instalado en el mundo, para avanzar hacia uno en el que quepamos todos los sexos y géneros.
Fue Gabriel García Márquez quien en Cien años de soledad nos ilustró sobre el camino sin salida de un mundo sustentado en los desafueros del patriarcado: “el de una estirpe condenada a cien años de soledad sin una segunda oportunidad sobre la tierra”. Sería el final de la especie humana, olvidada por la vida que tiene sus propias formas para continuar. Y en El otoño del patriarca, esta suerte de eternidad en la que las cosas son para siempre así es desmantelada, pues el patriarca “quedó ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado”.