Por: Néstor Cuervo L
La democracia es la esencia de la política en la cultura occidental. La derecha utiliza el concepto para ocultar su autoritarismo, racismo, xenofobia, patriarcalismo e individualismo. La izquierda “progresista” también acude al concepto y lo hace para defender el equilibrio de poderes, la existencia de partidos y el voto universal, como el ideal de la misma. Ambas, por distintas vías, hacen de la democracia un embeleco: la primera al convertirla en instrumento del engaño y la mentira y, la segunda, por reducirla a su versión liberal formal.
En el curso de las últimas décadas, desde el centro del mundo occidental –Europa-EE.UU-, se ha impuesto el consenso en torno a la democracia liberal capitalista. En palabras de Saramago (2202) ha logrado incrustarse en el sentido común político dominante: “como si de un dato definitivamente adquirido se tratase”. El discurso hegemónico es que esta forma de democracia es la única viable y legítima de gobierno en todo el planeta. Eleva así, una experiencia sociohistórica surgida en Europa a la categoría de valor universal, absoluto e incuestionable. Esta tesis la expresó en su momento Francis Fukuyama en “El fin de la Historia y el último hombre” (1992) donde el autor plantea que dos fuerzas, la ciencia moderna y la “lucha por el reconocimiento”, empujan a las sociedades socialmente diversas hacia la creación de democracias capitalistas liberales como último estadio del proceso histórico.
En nuestro país hemos pensado y actuado durante más de dos centurias, desde un patrón cultural colonial eurocéntrico. Primero, por imposición colonial y, ahora, obedeciendo a un patrón cultural de poder heredado de la colonia. “Queremos ser como los otros” a pesar- o en contra- de las condiciones concretas de nuestro propio devenir histórico. Un ejemplo es la forma de concebir el régimen democrático. Llevamos doscientos años ensayando-con altibajos- el mismo modelo. Y los análisis de la democracia se limitan a evaluar su efectividad respondiendo cómo cada gobierno respeta o hace funcionar sus tres pilares básicos –Ejecutivo, legislativo y judicial-; apuntando a su perfectibilidad como modelo “universal”, cuya esencia se define por el equilibrio entre tales poderes, fundados, a su vez, en los partidos políticos y el principio de cada ciudadano un voto.
El “querer ser” europeos se convierte entonces en el punto de demarcación entre “nuestra” democracia liberal y el autoritarismo. Su balance sufre tres males básicos: Uno, alcanza apenas para calificarla como “democracia a medias”; de “duración corta”; “indecisas”; “precarias”, “Estados fallidos” o, simplemente, dictaduras en tanto los “poderes” no concuerdan explícitamente con el citado modelo. Dos, deja de lado, oculta o desprecia otras dimensiones esenciales de la democracia, como aquellas que corresponden al ámbito del aparato productivo, las relaciones entre sexos, la familia, la cotidianidad y la subjetividad. Y tres, aparece imbuida de una especie de “luteranismo” contemporáneo. Martin Lutero, en medio de su rebeldía contra la iglesia apoyaba la más absoluta sumisión a las autoridades mundanas y a los príncipes. Su prédica se centraba en que sólo a condición de someterse podía uno salvarse. Su convicción política era de reverencia a la autoridad externa y amor hacia ella.
Este espíritu luterano gravita sobre los críticos actuales de la democracia. Tienen su propia Iglesia a quien reverenciar y someterse. Su Dios verdadero en tres personas distintas (Ejecutivo, Legislativo y Judicial); sus sacerdotes, en los partidos políticos y el rebaño sometido en los votantes. “Fuera de aquí no hay salvación”.
Este modo de ver y analizar la democracia es engañosa. Adormece la conciencia de la plenitud del ser humano. Lo somete permanentemente a fuerzas exteriores que operan como eternas e inviolables. La libertad se transforma en reverencia, adulación, dependencia, miedo. No apunta a lo que E. Fromm denominaba “libertad de”, es decir, de los hechos que la limitan o niegan su plenitud. Desvía la atención de la realización humana plena o “libertad para”. Por eso Fromm insistía en que la batalla principal por la integralidad del ser democrático era, no solo contra los totalitarismos –y como en este caso contra el exclusivo y limitante equilibrio de poderes del Estado de Derecho-, también había que darla “dentro de nuestra personas e instituciones”.
El análisis de la democracia y la lucha por su resignificación real debe empezar por reconocer que la democracia no se reduce a la política como la conocemos o a la perfectibilidad del “Estado de Derecho”. Pertenece también y, fundamentalmente, al mundo de la producción de bienes y servicios- de las empresas por ej.-, del propio Estado, de los partidos políticos, de las relaciones entre parejas y grupos, de nuestras relaciones con los ecosistemas, de la vida familiar, la calle, la escuela y de la transformación del Yo, en un Yo solidario y respetuoso de la diferencia y la diversidad. Y ello es posible si pensamos y actuamos en democracia a partir de nuevos sujetos políticos vinculados a su propia realidad.
Armenia Q, octubre 2/2020