Desde 1965, el primer domingo de junio de cada año está dedicado a celebrar el Día del Campesino en Colombia, una cultura rural que a fuerza de la guerra y la expropiación, disminuye a pasos acelerados. Sin embargo, aún es tiempo de hacer algo. Las preferencias ciudadanas deberían volcarse a los campos. A volver a vivir en ellos. A apropiarnos de nuevo de las tierras y los territorios que nos pertenecen, y de los que millones de campesinos colombianos fueron expulsados a la fuerza.
Y en los que ahora, aún más inconcebible, por obra y gracia de acciones políticas inadecuadas, entregan sin compasión a empresarios y compañías multinacionales para explotar otras riquezas, que a la vuelta de unos años, nos dejarán ver el desierto en que quedará convertido este paraíso verde, admirado por cuanto turista extranjero llega a visitarlo.
En lugar de estar en sus labranzas, los campesinos sin tierra deambulan por las ciudades de Colombia como expatriados en su propio país. Hacen parte de los más de siete millones de desplazados forzados que tiene en sus registros la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas.
Viven lo que el poeta Juan Manuel Roca ha nombrado como el ‘insilio’, esa situación de vivir y sentirse como extraños en la nación que les otorga ese derecho inalienable para todo ser humano: una nacionalidad. País en el que a la vez son alejados, por la fuerza del terror, de sus territorios. De ese lugar donde están sus arraigos, sus quereres, sus sentires, sus conocimientos y sabidurías.
Llegan despojados de todo bien material, con solo la vida entre sus manos, a ciudades en las que nadie los conoce, y tampoco conocen a nadie. En las que la vida se tasa en monedas y billetes, y no en semillas, aguaceros, sol, labranza, frutos, cosechas, que era el mundo en el que vivían.
Y el desarraigo se profundiza día a día. Ignoran cómo ‘sembrarse’ en ese nuevo espacio al que han llegado.
Anhelan, sueñan con volver a su tierra, al campo. Pero les está vedado. Las armas que esgrimen unos y otros, de diferentes bandos, aún se los impide. Sin embargo, esta es la tarea por hacer para alcanzar una Colombia en paz.
Repoblar los campos. Volver a sembrar maíz, frijol, arveja, chía, amaranto, quinua, zanahorias, papas, lechugas, frutas, en fin, toda esa riqueza que prodiga la tierra cultivada.
Ah! Que deben variar las condiciones de cultivo y comercialización, dicen unos. Sí. Así lo reclaman los campesinos, porque allá en los campos también hacen falta monedas y billetes, pero de una manera diferente a la de las ciudades.
Es posible pensar que en las mesas de los colombianos volvamos a servir productos agrícolas cultivados en nuestros campos, por nuestros campesinos. Y no importados, en su mayoría, como sucede en la actualidad. Ojalá sea posible la utopía de repoblar los campos colombianos.