La alegría de releer

14 febrero 2023 10:26 pm

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Entro a la biblioteca del pueblo donde me he recluido durante algunas semanas buscando un refugio que permita distanciarme del lacerante bullicio, de la inútil agitación, del irrespirable aire de la ciudad. Camino lentamente por entre el laberinto de estantes polvorientos y pobremente iluminados buscando un libro, cualquier libro, que me ayude a sobrellevar el sopor de este mediodía caluroso. Me detengo frente a una hilera de volúmenes mal acomodados y tomo uno, no al azar sino con el tímido impulso de quien ve un rostro lejanamente conocido y, tras dudarlo unos segundos, decide, por fin, saludarlo con recato. Perdido en el laberinto, tomo otro y otro libro hasta completar tres ejemplares: una novela breve de Tolstoi, El llano en llamas de Juan Rulfo y un viejo ejemplar de la revista Eco. Busco la mesa mejor ventilada y, sobre ella, acomodo los libros con la meticulosidad de un monje de clausura.

Y entonces surge la pregunta: ¿por qué entre los cientos de libros, muchos de ellos completamente desconocidos y algunos laureados, he escogido tres que ya he leído, manoseado e interrogado no una sino muchas veces? ¿Qué oscuro mecanismo nos lleva a volver a leer una trama ya conocida desechando o aplazando el encuentro con otras voces tal vez más actuales, fecundas o promisorias?

Mientras los rayos del sol reverberan sobre las tejas de zinc y el canto de un gallo extraviado repite su lamento ensayo algunas respuestas.

La primera de ellas: porque todo (buen) libro es, por definición, un texto complejo: por la historia que cuenta: tragedia, comedia o tragicomedia; por los personajes que recorren sus páginas y, a su paso, muestran las contradicciones de la condición humana; y por la arquitectura narrativa con la que se teje la trama. De manera que el deber de todo (buen) lector consiste en descubrir, explorar, sufrir y aprehender el texto, lo cual se logra, en la mayoría de los casos, con el humilde y gozoso ejercicio de la relectura. Y esto es válido no solamente para las obras de ficción, aunque acá me he referido a ellas por un sesgo que conduce a mis particulares afectos.

La relectura, además, nos ayuda a rescatar del olvido una trama, un personaje entrañable, un pasaje, una frase que en algún momento nos marcó pero que el paso de los años fue desdibujando hasta convertirlo en una irreconocible partícula de polvo.

Releer también ayuda a evocar. Justo en este momento se ha largado un sorpresivo aguacero que viene a atemperar el clima imprevisible de este pueblo. Entonces recuerdo un poema de Álvaro Mutis que vagamente tenía en la memoria y que casualmente fue publicado en la revista que tengo sobre la mesa: Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales. Sobre las hojas de plátano, sobre las altas ramas de los cámbulos, ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima que crece las acequias y comienza a henchir los ríos que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales…

Releer nos enseña cuánto hay en nosotros que el tiempo ha mantenido y cuánto hemos cambiado. Porque a veces, al releer o intentar hacerlo, sentimos con extrañeza que aquello que nos deleitaba en el pasado ha cambiado de signo o nos deja indiferentes. Rechazamos de tajo algunas lecturas y nos sentimos extraños cuando recordamos la alegría o la excitación que nos producían y que, pasado el tiempo, han perdido todo interés. Releer nos ayuda a conocernos a nosotros mismos.

La relectura, además, nos proporciona descubrimientos extraliterarios. Porque en los libros ya leídos, propios o ajenos, podemos encontrar tesoros escondidos: un elocuente párrafo subrayado que delata el estado de ánimo del lector, una estampa, una dedicatoria, un viejo separador de páginas, un tiquete del desaparecido Expreso del Sol, una desteñida fotografía en blanco y negro. Hace dos años, en medio del letargo de la pandemia, estuve manoseando el Algebra de Baldor, libro de texto que me torturó todos los días y las noches de un larguísimo año de mediados del siglo pasado. En las primeras páginas del capítulo dedicado a las ecuaciones de primer grado con una incógnita encontré una diminuta mosca aplastada. Alrededor de ella había un círculo y encima de él un letrero que decía RIP y mostraba el día y la hora del crimen del que fue víctima el pobre insecto. Seis o siete lustros después confieso la autoría del crimen que fue puesto en evidencia por la manía que tengo de manosear los libros que, para bien o para mal, me han marcado en la vida y para comprobar, muy a mi pesar, que todo delincuente tarde o temprano regresa a la escena del crimen.

Hay que releer por el placer que nos proporciona, por simple hedonismo. Un lector agradecido vuelve a sus libros como un hijo regresa a la casa paterna una y otra vez porque sabe que allí encontrará cobijo seguro, respuesta a sus preguntas y alivio a sus desventuras.

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