Ha muerto un templo

20 abril 2023 5:11 am

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(Reflexiones de un peatón)

Alberto Hernández Bayona

En el centro de la ciudad, muy cerca de la Calle del Buen Ladrón, don Ricardo Aguirre Piñeros hizo el milagro de transformar un refugio de malandros, de prostitutas viejas y de perros hambrientos en un templo dedicado a la nostalgia. Del antiguo caserón se conservan su arquitectura elemental, las gruesas paredes encaladas, las tres ventanitas de madera que dan hacia una estrecha callejuela y el techo de barro cocido que cubre el edificio.

Aquí, a esta hora del día, un grupo de artesanos realizaba una tarea humilde y silenciosa: el más viejo de ellos guillotinaba varias resmas de papel producido con el bagazo de la caña; otros cortaban pieles de cuero, prensaban cartón, pegaban la tarlatana, cosían el lomo de los cuadernillos, doblaban las solapas y marcaban el colofón con el sello de la hermandad que era el mismo que se exhibía en la fachada: Ricardo Corazón de Papel. Taller de Encuadernación. Y mientras  trabajaban uno suponía, por la amable serenidad que gobernaba el recinto, que rezaban la Oración del hombre digno, de Pico de la Mirandola, oración que el hermano Ricardo les habría transmitido con la misma generosidad que el resto de sus conocimientos: “No te he dado ni rostro ni lugar alguno que sea propiamente tuyo, ni tampoco ningún don que te sea particular ¡oh Adán! con el fin de que tu rostro, tu lugar y tus dones seas tú quien los desees, los conquistes y de ese modo los poseas tú mismo…

En la nave frontal del taller se mostraba sin alardes el producto del trabajo de estos hombres y mujeres del Señor que era, también, la fuente de sustento de la casa: unas libretas hechas a mano, bellamente encuadernadas, de muy variados tamaños y colores, pequeñas obras de arte que algunos visitantes se sentían tentados a meter en los bolsillos al menor descuido de los artesanos. Son los malos impulsos que alimenta el demonio en el difícil camino de la vida y eso lo sabía Ricardo, el santo prior, porque de lejos los observaba con ojos compasivos.  

Había mucho que aprender en el taller: la labor serena de los artesanos, la sabiduría que utilizaba Ricardo para conducir su empresa, el fervor con el que se conservaba una tradición; pero el mayor legado de este templo no eran las virtudes anotadas, ni los preciosos objetos que fabricaban con esmero sino el mensaje que entre líneas se pregonaba. No se enaltecía la palabra escrita sino la que estaba por escribirse. No se exaltaba el evangelio sentencioso y definitivo que pretende aleccionar, redimir, consolar, intimidar o humillar, sino la palabra tuya, la mía, nuestra voz tímida, voluble, inacabada que pugna por convertirse en materia sobre la humilde hoja papel.

Ayer fui a comprar algunas libretas. El aviso que le daba nombre al templo había sido borrado. Presioné el timbre. Un joven en mangas de camisa me recibió. Dijo que allí, ahora, funcionaba un Contact Center. Como puse cara de lunático, el joven me explicó: En este ecosistema inteligente se ofrece soporte, respuesta e interacción con los clientes, se brindan métodos de control cualitativos y cuantitativos que permitan establecer procesos efectivos, consistentes y rentables de acuerdo con estándares de gestión mundialmente avalados, y se apertura, almacena en la nube, analiza y se gestiona la comunicación a través de un software CRM. Como el gesto en mi cara se transformaba progresivamente en una mueca de terror, el caballero de la camisa arremangada concluyó con impaciencia: CRM, Customer Relationship Management, por sus siglas en inglés.                

¿Dónde estabas José, esposo de María y santo patrono de los artesanos? ¿Y tú, Antonio, consagrado puntal de los hermanos papeleros, en qué ignoto lugar de Padua te ocultabas? ¿Por qué no nos avisaron que esta fábrica de páginas en blanco iba a ser copada por los nuevos mercaderes del progreso? ¿No vieron en sus ojos el fuego de la codicia, no escucharon su astuta palabrería que pretende despojarnos de nuestros más íntimos pensamientos, de nuestras secretas pulsiones, de nuestros más sublimes anhelos para convertirlos en fútil mercadería? ¿Por qué no nos ayudaron a preservar este taller, último amparo de las almas buenas que aman el trabajo manual, la vida serena, el texto manuscrito y el inefable olor a papel y pegamento?

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