El alcalde de la ciudad de hierro debió reírse mucho con la reclamación de ocho alcaldes colombianos de las grandes ciudades consistente en enojarse por la ausencia del Gran Ogro del ejecutivo central. El más alto de todos les dijo que ese gremio no valía la pena y que era mejor pensar en una redirección.
La presencia de la globalizacion y de la revolución digital tiene mucho que ver con este proceso: la democracia — una de las instituciones más respetadas de la sociedad— ya sabe que la descentralización es un concepto obsoleto y ya nadie tiene arrestos para defenderla. Con la expansión del comercio mundial, con el conflicto ambiental, con el Internet y todas las redes sociales, la democracia debe actualizarse para hacer frente a los variados problemas que ahora se enfrentan en el mismo hogar, en las calles y en las mismas barbas de todas las instituciones políticas, pero todo eso viene haciendo a costa de más centralización.
Debido a todos los veloces avances científicos y tecnológicos las fronteras nacionales dejan de ser las mismas de antes, y la globalizacion se desplaza con mucha autonomía hacia diversas comunidades, religiones y grupos étnicos. Como la democracia está en el centro de estas realidades, también se siente afectada por aquellos que un autor llama "micro-poderes", tales como todas las ONG internacionales y nacionales, y por los diversos grupos de presión que en cada país y en cada región están impactando por igual no solamente la forma de actuar de la política tradicional sino la conducta de los líderes de cualquier clase de ideología. Una democracia asolada por los micropoderes (muchas veces, extraterritoriales) pierde el encanto de la participación social y disminuye su transparencia.
No obstante que en la China se cuestionan los valores occidentales, muchos dirigentes de ese país están dispuestos a ponerse al día con el sistema democrático si, y solo si este sistema les aporta bases seguras de crecimiento. La Encuesta Pew de Actitudes Globales mostró, en 2013, que el 85% de los chinos estaban "muy satisfechos" con la dirección de su país, en comparación con el 31% de los estadounidenses con el suyo. Y no olvidemos que el sistema chino no es una democracia tal como suele ser conocida sino un absolutismo camuflado de libre mercado. Una especie de “totalitarismo del mercado”, o para decirlo más literalmente, un paternalismo centralista pero efectivo.
En sus críticas a los países que tienen gobiernos democráticos, algunos intelectuales chinos se han propuesto argumentar que la democracia es la destrucción de Occidente, y en particular la de los Estados Unidos, ya que institucionaliza el embotellamiento de muchos sectores, minimiza la toma de decisiones y permite presidentes de segunda categoría como George Bush junior y Trump. Alguno más dice que, como regla general, la democracia hace que las cosas simples se vuelvan complicadas y de esta manera los políticos pueden engañar más fácilmente a la gente. Una mirada hacia nuestro país y se verá la certeza de esta afirmación.
Wang Jisi, un profesor de la Universidad de Beijing, ha observado que "muchos países en desarrollo que han introducido los valores occidentales y sus sistemas políticos, están experimentando el desorden y el caos", y que por eso China ofrece un modelo alternativo. Y añade que por tal motivo algunas naciones de África (Ruanda), de Oriente Medio (Dubai) y de Asia Sur-Oriental (Vietnam) están tomando en serio este consejo.
Como si fuera poco las élites chinas suelen admitir que su modelo de control económico manejado por el Partido Comunista, junto con su propósito inextinguible por contratar a personas con talento en su filas superiores, es una política más eficiente que la democracia puesto que este modelo chino es menos susceptible de la parálisis: ellos cambian de jefes por la fuerza por lo menos cada década y hay un suministro constante de cuadros políticos provenientes del partido único, cuadros que suelen ser promovidos por su capacidad de alcanzar rápidos objetivos. Esta actitud ha sido prevaleciente en China hasta el punto de introducir en su legislación unas “cláusulas de extinción” mediante las cuales se obliga a los políticos a renovar las leyes cada diez años para que no sufran de obsolescencia.
Es lo que nos pasa ahora: mientras más centralismo menos participación, menos consenso, y más injusticias. Así lo apreciación hace poco en la reunión de alcaldes de Armenia. Y ese es el debate actual: las regiones demandando más descentralización y el centro luchando por formas más centralistas. Está probado: los funcionarios que vienen de Bogotá traen una mentalidad centralista pues con ella se juegan su supervivencia personal y le dan gusto a los absolutistas del Capitolio.
La globalizacion es centralista, no lo olvidemos (como por supuesto lo es la mermelada). Por ahora no se tienen trazas de que haya la posibilidad de equilibrar la democracia con el mercado, por muchos esfuerzos que se aparenten, dada la enorme fuerza de las empresas transnacionales y sus descendientes. Esas fuerzas ahogan las necesidades corrientes y invaden los gobiernos con una sutileza indescriptible. Solamente los micropoderes populares podrían dar una batalla hacia la autonomía entre los valores democráticos y los privilegios del mercado. Pero estamos muy lejos de ver ese horizonte en países como el nuestro donde el despotismo en todos los órdenes es la regla de oro de nuestra aspirada convivencia.