Hace unos días un periodista quindiano publicó en La Crónica un artículo donde narra, en un breve resumen, su viaje por la la India. Nos dimos el tiempo para leerlo en un grupo y quedamos desconcertados. Y al final nos dijimos: “con los nuestros valores de occidente, no se puede vivir en ese país aunque allí habiten más de 1.250 millones de personas en la actualidad”.
Poco a poco fuimos nos fuimos preguntando la razón por la cual en ese extenso continente han venido cohabitando, aparte de algunos casos muy graves de intolerancia, las más importantes religiones del mundo incluyendo el cristianismo, el budismo y el islam. Colonizada hasta mediados del siglo XIX por Gran Bretaña, hoy en día la economía india es la tercera más grande del mundo y la sexta en términos del 5,8 por ciento de crecimiento anual desde hace tiempo. La India es hoy una república federalista (como EEUU, como México, como España y otros) compuesta por 29 estados y 7 territorios de la Unión dentro de una verdadera democracia parlamentaria muy diferente a la democracia representativa de nuestra nación. Sin embargo, paralelamente hay una extraña coexistencia entre la pobreza, la suciedad y el desarrollo.
No obstante el impresionante crecimiento económico en las últimas décadas, la India tiene todavía la mayor concentración de personas pobres en el mundo y una alta tasa de malnutrición entre los niños menores de tres años (46 % en el año 2007). El porcentaje de personas que viven por debajo de la línea internacional de pobreza del Banco Mundial, de 1,25 dólares al día en términos nominales, ha disminuido muy poco en los últimos años.
En resumen, es país con muy altos niveles de riqueza, muy adelantado como que son los más grandes productores mundiales de software, poseen además una industria armamentista notable, compiten con éxito con sus películas de Bollywood, y algunas novedades más en agricultura. Y sin embargo los visitantes tienen que ver las vacas desnutridas paseando por los parques, los derviches bañándose en el rio Ganges donde arrojan a todos los muertos, los niños desnudos comiendo las sobras y multitudes de personas apilándose en un tren hasta en el techo.
El relato de estos hechos nos obligó a preguntarnos: ¿será que la pobreza puede convivir con la riqueza de una manera inevitable y sin necesidad de cambiarla? ¿De verdad a los pobres les interesa un alto nivel de vida, o vivir con carencias y desaseo hace parte de su vida diaria?
Hagamos aparte las actitudes morales y preguntemos: si en Colombia gastamos tanto dinero en subsidios y la gente no sale de su desamparo, ¿será que podemos resignarnos a vivir divididos así como la India, en un país que tiene un sector permanentemente estacionario, en statu quo, y un sector progresista al otro lado, dinámico y productivo?
Para hacer más cruel el ejemplo imaginemos que el Quindío le abre las puertas a la minería de oro y estimula grandes extensiones de cultivos de aguacate Has para poderlos exportar. Se supone que nos volvemos tremendamente ricos y que muchos problemas se pueden mejorar con ese dinero nuevo. Pero, ¿acabaremos en definitiva con los pobres u otros más avispados se llevan la mejor parte? En fin, en este escenario imaginario –y pesimista– de un sector rico coexistiendo con un sector pobre, ¿será posible hacer nuevas propuestas? Peor aún: ¿es la nivelación una meta?
¿Será que la desigualdad es endémica, permanente y habitual en la India –como en Colombia– y entonces no vale la pena luchar por ella? Al paso que vamos, tardaremos muchas generaciones para salir de la pobreza. O tal vez nunca, porque los pobres se necesitan para votar (como decía el papa Francisco) aun en las peores dictaduras.