Recientemente observamos un tema recurrente que tiene diversas explicaciones y que no parece satisfacer a todo el mundo: ¿A quién le pertenece la paz?
Decir que le pertenece a todos los colombianos es sencillamente una mentira porque hay demasiada gente desconfiando de lo que se ha hecho, o revelando una nostalgia guerrera desde lo más hondo y cómodo sillón en una capital. Aun cuando las estadísticas muestran que ya no hay tomas, ni retenes, que ya no explotan las minas quiebrapatas, que los hospitales y centros de sanidad del Ejército están desocupados, y que se fundieron miles de fusiles, muchos todavía se niegan a ver esa realidad. Una realidad tan grande como una catedral, enajenada por las consignas de quienes solo apoyan la polarización del país.
No obstante, un enorme ejército de desplazados todavía anda esperanzado en un mejorestar. A muchos de ellos ya les llegaron las ayudas de los subsidios en efectivo y en especie, pero lo más frecuente es que primero preguntan por un empleo. No quiero subsidios, parecen decir, quiero trabajo. Y no hay trabajo porque las subvenciones son un camino facilista y porque a un gobierno en despedida tales empleos no deben importarle demasiado.
Así ha comenzado la desorganización: una muchachada de profesionales de los Andes, de Harvard, de Yale, de Boston, teclean en un portátil las propuestas para una comunidad que no conocen -y que nunca conocerán- tales como enviar una tractomula con provisiones a la Sierra de la Macarena por un camino de herradura donde no caben esa clase de vehículos; pero así lo ordenaron desde Bogotá. Esta es una típica decisión del postconflicto arruinada por el asfixiante centralismo bogotano el cual ahoga las comunidades en un mar de ineficiencias que se van a pagar con un gran desconcierto nacional.
La burocracia centralista es la dueña de la paz: cientos de normas inaplicables salen todos los días de los despachos de los ejecutivos jóvenes y van hacia esos sectores donde los desplazados y las víctimas están esperando una gota de ayuda. Y los que creemos en la paz, en los esfuerzos de Humberto de la Calle y otros, vemos de qué manera la mermelada se sigue embadurnando en todos aquellos cupos indicativos de los candidatos a la reelección en marzo, alimentando así el clientelismo y olvidando el crecimiento a la desigualdad.