A veces parecería que los desempleados fueran tratados como una plaga en vez de ser vistos como personas que se merecen un lugar en el mundo.
Todos los análisis económicos sobre los salarios y el empleo suelen traducirse en cifras y estadísticas que denotan la situación del país; pero lo que suele olvidarse a menudo son las condiciones familiares, sociológicas y psicológicas a que se enfrentan los asalariados y los que carecen de trabajo.
Una cosa es el desempleo, y otra el miedo al desempleo. El desempleo puede verse como parte temporal y pasajera de una vida digna y respetable. Pero el miedo al desempleo es otra cosa: este miedo solo nace en el corazón de quienes ya tienen un trabajo determinado. Los desempleados hacen colas, revisan los periódicos, vagan de un lugar a otro, presentan hojas de vida, sufren los rechazos, se ilusionan tan pronto como se desilusionan, se quejan, protestan, y sufren. Los empleados, en cambio, a menudo son sadizados, presionados hacia la sumisión, abierta o tácitamente obligados a aceptar reglas inequitativas; y muchas veces a sufrir en silencio el obediente estado de su resignación.
Muchas situaciones pueden ilustrar lo que significa el miedo al desempleo: estos temores se traducen en las distintas maneras como soportamos las vejaciones al decoro, vale decir, a los sapos que nos debemos tragar cuando las conductas de otros nos obligan a hacerlo. Algunos empleados simplemente viven atragantados por la complicidad en torno a los actos de otros. Cuando entran al mundo laboral, tienen que soportar los abusos o caprichos de otros –-jefes, compañeros, amigos— porque su silencio significa el precio a la sobrevivencia en el empleo.
Garantizar la seguridad personal y de la familia tiene un precio: el que a menudo tienen que pagar los empleados y empleadas cuando deben soportar las vejaciones a su dignidad. “Tráigame treinta votos o sino le quito el contrato” es una frase muy escuchada en estas épocas electorales y esa orden constituye un abuso no solo moral sino legal que muy pocos denuncian precisamente por el temor al desempleo.
Entonces hay que abogar por un mejor trato en el trabajo (porque el trabajo no es una maldición divina sino un espacio para realizarme como persona), pero en definitiva no existe ninguna clase de fórmulas para que la humanidad tenga una respuesta menos satisfactoria al tragadero de sapos o los miedos para conservar los ingresos de una familia.