Edwin Vargas
Esta semana santa que termina, para quienes estamos vinculados a la educación, cae de perlas. A los estudiantes de básica, media y universitarios les da un segundo aire para tolerar lo que resta de semestre; a los directivos una breve tregua en medio de la batalla que significa liderar las instituciones, y para pensar y repensar las decisiones tomadas o a tomar; y a los profesores nos da el barbecho para no terminar, literalmente, enloquecidos y enfermos por la multiplicación del trabajo que se nos vino encima como una avalancha por cuenta de la virtualidad obligatoria a la que nos arrojó la pandemia.
Y es que ha pasado un año en el que, para darle continuidad a la formación de las comunidades de niños, adolescentes y jóvenes, el mundo educativo se volcó al interior de las casas para resistir, a través de una pantalla conectada a internet, y hacer todo lo posible por no dejar caer los procesos pedagógicos. A estas alturas esto ya suena muy normal, pero lo cierto es que esta situación ha sido cualquier cosa, menos “normal”. Podría decirse, siguiendo a Giorgio Agamben, que la educación entró en un estado de excepción que luego pretendió regularizarse bajo el remoquete insípido y detestable de “nueva normalidad”.
Pero no es normal que, mientras la situación económica medianamente aceptable de pocos estudiantes les permita conectarse a sus clases por medio de un internet estable y un dispositivo electrónico adecuado, la gran mayoría tenga que hacer maromas para recargarle datos a una mechita de celular; tampoco es normal que, mientras en las ciudades al menos haya la posibilidad de que las redes de comunicación funcionen, en el campo los niños tengan que subirse a un morro para coger una rayita de señal o, en su defecto, les toque a los profes recorrerse las veredas con las guías impresas debajo del brazo para repartirlas; y tampoco es normal que, en un país donde se promulga la educación gratuita y de calidad, se les imponga a las familias y a los maestros la obligación de pagarle a operadores privados el internet que se utiliza para enseñar y aprender.
¿Por qué el Estado no se ha interesado en proveer internet y dispositivos electrónicos pertinentes a la población activa del sector educativo? ¿Por qué ese afán de retorno a la brava a las aulas en medio de las condiciones manifiestas de insalubridad pública propias de una pandemia? ¿No será que a este gobierno paquidérmico le quedó grande el reto, mientras que los actores directos de la educación deseamos avanzar? Es justamente ese vacío entre el inmenso esfuerzo de los agentes educativos versus la inoperancia del Estado lo que debería conjurarse para rozar, siquiera, los bordes de la tan anhelada “normalidad”.
Quizá la normalidad en la educación de Colombia y del Quindío esté representada en aulas que, cual latas de sardinas, contengan cuarenta o más estudiantes en espacios confinados y asfixiantes; o en sedes para las que el internet sea un lujo que se instala seis meses después de iniciado el año lectivo; o en pasillos y baños sucios que carecen del servicio de aseo contratado a tiempo. Quizá esa sea la normalidad que se esté extrañando tanto.
Por el momento, tomemos aire para llegar cuerdos y vivos al final del semestre.