Edwin Vargas
El Paro Nacional acaba de completar un mes de marcha. Como nunca, en lo que han visto mis ojos, se ha movilizado la sociedad colombiana para levantar su voz y exigir el reconocimiento negado por parte de un gobierno que oficia de espaldas a la población, cual cura medieval (así les gusta la misa a varios católicos de élite, con exprocurador “vampiro” a la cabeza). Como nunca, ha pululado información de todo tipo de fuentes. Como nunca, se han multiplicado las violencias.
Frente a este maremágnum, no queda de otra que acudir al pensamiento crítico para tratar de comprender, así sea parcialmente, algo de este fenómeno complejo. Pero ojo: el intento por entender no significa justificar. Una mirada reflexiva a los medios de comunicación y a las redes sociales para observar el manejo amañado de la información para atacar, de manera falaz, al contradictor, no significa justificar la mentira. Es, más bien, un intento por entresacar la plata de la escoria al cernir la información. No se trata de purismo informativo, es decir, de seguirle la corriente a aquellos que preconizan el apagón de unos medios para reemplazarlos por la fe religiosa en otros; sino de estar atentos y verlo todo (o lo que se pueda) con la mente despierta a las preguntas, a las dudas, a cierto escepticismo.
Tampoco se justifica la violencia al hacer un esfuerzo por entenderla. A eso se han dedicado legiones de sociólogos, antropólogos, historiadores, economistas, filósofos y demás humanistas en este país y en el mundo. Comprender las causas de nuestras violencias (porque “violencia” es tan solo un término genérico) no significa avalarlas ni aceptar, sin más, sus consecuencias. Saber que las luchas por el reconocimiento y los derechos aquí y en todo el mundo se han desarrollado acompañadas por diversas formas de violencia desde los distintos bandos, no quiere decir que se asuma la escabrosa realidad de un país cercado por la muerte sin que se nos mueva una ceja. Duelen los asesinatos, las violaciones, las desapariciones, etc., sean estas infligidas a personas sin o con uniforme. Justificar la violencia, venga de donde venga, la pone en el terreno de su perpetuación. Para la muestra: Duque (¿presidente?).
Pese a esto, parafraseando al gran William Faulkner, me rehúso a aceptar el fin de la esperanza. Por eso camino, silencioso, con mi boca enfundada tras doble tapabocas y bañado en alcohol, junto a los colegas maestros y junto al motor de nuestra labor: los estudiantes. No veo por qué la participación en la protesta social tenga que dotar a nadie de una tribuna moral ni, al contrario, la abstención frente a ella tenga que acarrear estigmatización alguna. Eso no es otra cosa que una forma de fascismo que socava la protesta como manifestación de la libertad.
Pero sí creo que vivir este momento de la marcha de la historia es una invitación a pensar. En lo particular, pienso en los estudiantes porque eso es lo que soy desde que tengo 6 años. Estudié el bachillerato y el pregrado en medio de las limitaciones económicas de una familia de escasos recursos; sé lo que significa tener que elegir entre una comida antes de clase o el pasaje para regresar a casa; sé de las distintas maromas que se deben hacer para pagar un semestre. Como estudiante de posgrados, sé lo que significa tener dos trabajos para poder sostenerse en esas pequeñas unidades privadas (autosustentables, que dicen) dentro de las universidades públicas, que son las maestrías y los doctorados en Colombia. Así que cuando escucho a los estudiantes cantar “yo quiero estudiar”, me veo a mí mismo hace 20 años, pero menos valiente que los muchachos de hoy.
Por el presente y futuro de estos jóvenes universitarios que marchan, y por los niños y adolescentes de básica y media que merecen un derecho efectivo a la educación superior gratuita y de calidad, no podemos aceptar el gatopardismo al que nos tienen acostumbrados los gobiernos de turno: que todo cambie para que nada cambie. Ojalá que lo que se vive en la calle, como lo que vivimos en la Armenia de hace dos días al cumplirse un mes del paro, se refleje dentro de un año en las urnas.