Nada hay más obvio a nuestras consciencias que el hecho de que tenemos vida. Vida que es imposible de entenderla sin otras vidas que cohabitan el mismo espacio. A veces, esta vida, esta rareza maravillosa de la naturaleza, observa y piensa la inmensidad del universo y quisiera nunca morir. Pero nada más desolador que nuestra propia finitud. De allí que el deseo de inmortalidad sea tan determinante para muchos de nuestros actos memorables.
Tales actos memorables, ya sean individuales o colectivos, quedan grabados en inscripciones, o en relatos orales, o en monumentos, o en imágenes, o en símbolos. A esto se le llama historia. Pero la “memorabilidad” de los hechos, no siempre tiene que ver con hazañas heroicas de unos o varios hombres, sino con precisamente lo contrario: hechos tan deplorables y odiosos que son imposibles de olvidar. Estos, a su vez, quedan marcados en los cuerpos, en las fachadas de las casas, en los corazones de las madres, en las manos de los padres y en todas las miradas cómplices e indiferentes.
La historia es irreversible y no puede cambiarse. Para quienes la historia es una amenaza, solo les quedan dos opciones: o que se olvide o que se falsee. Pero ¿cómo olvidar una mutilación, un secuestro o una amenaza? ¿cómo decirle a una madre que que se olvide de una vez por todas de su hijo enfermo encontrado muerto en una fosa común? ¿cómo decirle a un padre que olvide que alguna vez tuvo casa y tierra y cultivos, y que más bien piense en el presente, en cómo alimentar y conseguir techo a sus hijos al menos por esta noche? ¿Cómo? ¡Diga usted cómo hacer eso!
Sin embargo, siempre queda el recurso de borrar las huellas del pasado, de hacer trizas los testimonios, de silenciar las voces que reclaman justicia, memoria y vida. Siempre queda la opción de crear versiones falseadas, de imponer recuerdos. El poder propende siempre por la manipulación, por su propia historia, por sus propios recuerdos reales o no.
La censura a la verdad es real. Sus mecanismo son la repetición de la imagen, la ambigüedad y la fuerza. Esta suerte de condena de la memoria es sobre todo común en los regímenes totalitarios y dictatoriales: magos de la distorsión, predicadores de lo absoluto, amigos de las verdades oficiales.
Un ejemplo cercano es el negacionismo de Rubén Darío Acevedo Carmona, nuevo director del Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia, varias veces señalado de reducir el conflicto en Colombia a solo una amenaza terrorista. Olvida, el señor Rubén Acevedo, (¿falsea?) que el Estado tiene sus propias víctimas, que los empresarios también tienen sus propios ejércitos, que la mayoría de las víctimas no eran actores relevantes del conflicto.
Hacer memoria en el marco de un acuerdo de paz, quiere decir también promover el perdón, la reconciliación y ofrecer garantías de no repetición. Es narrar con justicia histórica los hechos, reconocer con humildad los abusos y entender que la vida y el futuro de todos los colombianos depende de ello. Solo así podremos por fin dejar de escribir la historia violenta, para empezar a contar nuevas hazañas, de hombres y mujeres inteligentes, creativos, pacíficos y conscientes de su pasado.