Por Elison Veloza
Las Nubes, una comedia del siglo V a.C., escrita por Aristófanes, empieza con el siguiente panorama: un joven que quiere aprender a filosofar se acerca a la Academia del Pensamiento dirigida por Sócrates. Ante el joven se presenta este último y un defensor de la educación tradicional con quien Sócrates luego discutirá. Ambos maestros defienden sus posturas.
El tradicional, un veterano y rudo soldado que se inclina por una educación de memoria sin margen suficiente para el cuestionamiento, que le gusta evocar los viejos tiempos que quizá nunca existieron, de cuando los jóvenes obedecían a sus padres y ponían su pecho y su sangre por la patria; el liberal, Sócrates, un hombre para el que en sus enseñanzas prima el poner en duda las cosas, defendía una educación que permitiera distinguir lo verdadero de lo falso, lo convencional de lo natural y acercar la reflexión al origen de los problemas, aun cuando se tratase de las normas sociales.
En el mundo (tímidamente en Colombia), la educación está cambiando. Cada vez es más importante tomar en consideración en los currículos de universidades y escuelas, así como en los escenarios públicos de discusión incluyendo las redes sociales, la historia y la cultura de los pueblos, de las minorías étnicas, de las mujeres, de los defensores de género, de los animales y de otros intereses apenas evidentes hasta ahora. Pero como todos los cambios, el camino de la nueva educación tiene sus propios detractores que la ven como si fuera una gran amenaza. Estos detractores, altamente politizados y conservadores, abogan por lo “políticamente correcto”, sea lo que fuere que ello significa, y por unos valores y normas ciudadanas que quizá nunca existieron. Hablan desde la nostalgia (o el anhelo) de una sociedad disciplinaria, reglamentada y obediente.
Nuestras universidades y escuelas están educando ciudadanos. Esto hace que todo acto de enseñanza sea también un acto político. La pregunta que sigue es qué hace a un buen ciudadano y qué debe saber. Nuestro tiempo es inevitablemente multicultural, diverso y con raíces profundas en la historia. Raíces que son los cimientos, entre otras cosas, de nuestra democracia. Pasamos entonces de una “vida de examen” en Sócrates, a una “ciudadanía reflexiva” de Aristóteles; y de una “educación liberal” para los romanos, que nos libera de la esclavitud de la costumbre y de los hábitos, a una “ciudadanía del mundo”, ya bien discutida desde Kant y Adam Smith hasta nuestros tiempos.
Las universidades (las públicas sobre todo) y escuelas, al igual que Sócrates, están siendo acusadas de influir de manera negativa en los jóvenes. Acusación que viene principalmente de una clase política tradicional, altamente radical y anacrónica. Democracia es una palabra muy sonada en nuestro país, pero queda la sensación que no todos sabemos qué significa realmente. Me gusta entenderla como una oportunidad de para el autoexamen como colombianos, que nos invite a reflexionar sobre nuestros actos actuales y futuros, para los cuales la educación brinde las herramientas requeridas de discusión y análisis, que ofrecerá como resultado un proyecto de país a la altura de los retos mundo. Pero en lugar de eso, nos seguimos debatiendo entre Sócrates y el veterano militar, dudamos de las leyes de forma viciada, sin método y nos perdemos en un mar de maraña periodística y entre opiniones por lo regular poco claras.
El mundo parece seguir avanzado hacia una democracia desde el cultivo de las humanidades. Espero que no nos tome otros doscientos años darnos cuenta de todo lo que hemos perdido, por actuar más desde nuestros miedos e impulsos que desde nuestra razón. Pero sobre todo, espero que no concluyamos como Sócrates después de la acusación: enjuiciados y condenados a muerte. Al menos por esa vez, pareció dominar la tradición.