Una de tantas mujeres maravillosas que han florecido en el Quindío, Gladys Molina, me contó un día, en forma más poética y menos prosaica que la que transmito hoy a ustedes, esta lección de vida, que me sirve a veces para recobrar el esquivo norte de la moral cristiana, cuando del amor al prójimo se trata:
El comportamiento de los animales es estudiado por la etología, una ciencia de la que hemos aprendido técnicas de planeación y construcción urbana, defensa personal, preservación de cultivos, producción y almacenamiento alimentarios, y hasta de relaciones humanas, quién lo creyera. Tomemos como ejemplo dos insectos voladores: las abejas y las moscas. Aquellas, como sabemos, persiguen el polen y el néctar de las flores; en su trabajo de recolección polinizan a las plantas, lo que permite la reproducción de flores y frutos; de ellas toman su alimento, pero también el del resto de la colmena, es decir, viven en función de su comunidad. Fabrican la miel, que tiene propiedades alimenticias y medicinales, y que es aprovechada por el hombre y por otros animales. Nunca atacan ni molestan a otras especies, a menos de sentirse amenazadas, llegando a ofrecer la vida por la defensa de su comunidad.
Las moscas, en cambio, se alimentan de una gran variedad de comidas, pero sus preferidas son los desechos animales, la materia fecal, los materiales orgánicos en descomposición. No viven comunitariamente como las abejas, si bien actúan en montonera como predadores cuando encuentran una fuente de alimento.
Pero aquí no se trata de una lección de ciencias naturales, sino de comparar el comportamiento de estos insectos, con el de los seres humanos. Comparamos con las abejas a los altruistas, abnegados, generosos, a los comprometidos con las buenas causas sociales; a quienes no desperdician una oportunidad de servir al prójimo o a su comunidad. No quiero referirme a los “fuera de serie”, los grandes hombres y mujeres de la historia, como Mahatma Gandhi o la madre Teresa de Calcuta. Me refiero a aquellos que comparten nuestro villorrio, nuestras costumbres, nuestros afanes y angustias cotidianas, que suelen tomarse con nosotros un “machiato” en el Café de Carlos, o una cerveza en la tienda de la esquina, mientras nos hablan de “defender el territorio, el agua y la vida”, o nos cuentan sobre las cosas buenas de nuestros paisanos donde quiera que se encuentren, y se ocupan con frecuencia en gestionar soluciones para los problemas de los demás, como si se tratara de los propios.
Por su parte, los hombres-mosca, adictos al chisme y a la maledicencia, jueces implacables de los errores y defectos ajenos, marcados por la envidia y el egoísmo, aunque sabedores de su minusvalía moral, ateos en tierra firme, pero siervos devotos de Dios en altamar, prefieren el ripio del café, para pasar el plato de prójimo que se sirven en la mesa de la panadería, en torno de la cual, apiñados como moscas, practican un canibalismo tribal que no perdona ni a su propia sombra. Lo sé, porque un día del cual no quisiera acordarme, hice parte de esa oscura legíón de pecadores que ignorábamos el segundo mandamiento.
Quizás todos tengamos algo de cada especie; pero saberlo, tomar conciencia de ello, podría ayudarnos a crecer en la escala evolutiva.