Por Manuel Tiberio Bermúdez
Hace 22 años que el mundo fue sacudido por uno de los ataques terroristas más impresionantes que haya registrado la historia. Fallecieron 2977 personas y fueron 19 los terroristas que secuestraron 4 aviones para estrellarlos dos contra Las Torres Gemelas en New York, uno en el Pentágono y el otro en un campo de Pensilvania.
Este fue el texto que escribí en aquel momento de horror.
Por primera vez la adrenalina que millones de personas dejábamos escapar al contemplar las imágenes escalofriantes de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York mientras ardían, no se debía a la magia espectacular del cine, sino a una dura realidad que asombró al mundo: un ataque terrorista como nunca se imaginábamos que se podría dar fuera de la irrealidad del celuloide.
La Gran Manzana, La Capital del Mundo, la Cosmopolita Nueva York, sufría los rigores de un ataque terrorista que tuvo como objetivo el emblema de una sociedad próspera, orgullosa y soberbia, la que siempre ha presenciado la guerra en los registros de la Televisión, pero que el martes 11 de septiembre de 2001, sufrió el escalofriante, aleve y cobarde ataque del terrorismo demencial.
El mundo asombrado contuvo el aliento y sintió que la desesperanza invadía sus más íntimos rincones al ver como el país considerado el más invulnerable del planeta sufría, en sus sitos de más representatividad, los embates y consecuencias de la sinrazón del terrorismo aniquilante y matrero.
Las Torres Gemelas y el Pentágono, símbolos, unas de la riqueza, y el otro del poderío militar del país más poderoso de la tierra, en pocos minutos fueron heridos y vulnerados en una operación que no dio lugar para la reacción de la más sofisticada tecnología armamentista y defensiva de que se tenga historia.
Y quienes lo hicieron no usaron la modernidad satelital, ni la poderosa destructividad de los mísiles, ni la devastadora efectividad de la energía nuclear. Usaron la lógica demoníaca de quien sabe que contra la tecnología sólo basta la empecinada convicción de las ideas y los propósitos reiterativos de causar daño.
El 11 de septiembre de 2001, ha partido la historia de la civilización actual en dos: antes de lo posible y después de la cruel realidad.
El acto terrorista sobre el gran “gendarme universal” ha demostrado que nadie sobre el planeta, ni ningún pueblo o lugar de la tierra, está libre de ser el blanco de las sinrazones del odio y de la persistencia de quienes creen que la muerte es el gran igualador universal.
La imágenes sobrecogedoras de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York desplomándose en cuestión de segundos, casi en cámara lenta, como para que el mundo no olvidará este suceso, quedarán grabadas para siempre en el alma de todos los habitantes de éste planeta, quienes ya han empezado a comprender que no hay ningún lugar sobre la tierra en donde los hombres que la habitan estén a salvo de los odios –provocados o no por las actitudes de países o dirigentes- y de las reacciones que pueden generar las desigualdades cada vez más profundas entre los que habitamos esta bola de barro llamada la tierra.
Por primera vez la adrenalina que millones de seres dejamos escapar viendo este oprobioso holocausto no se debió la maravillosa capacidad del cine; la produjo la terrible y aplastante realidad de la sinrazón de los odios entre seres humanos.