Por Jaime Lopera
Una famosa frase del señor Miguel Nule desde Miami, cuando hace un tiempo estaba recibiendo acusaciones de todo tipo por sus perversidades en Bogotá, fue esta: “la corrupción es inherente al ser humano”. Esta expresión suele ser comparada con otra muy infortunada del expresidente Turbay Ayala cuando candorosamente afirmó: “hay que reducir la corrupción a sus justas proporciones”.
Las diferencias entre ambos enunciados son notorias: la frase Nule es teórica y general, tratando de abarcar a toda una población entera que, según él, se nutre de los mismos trucos que él mismo enseñaba; por lo tanto creo que su “filosofía” es genérica y peligrosamente comprometedora. En cambio la expresión Turbay es, reconozcámoslo así, una estatua al pragmatismo, a la creencia de que una transgresión real puede y debe controlarse a unos límites puramente razonables. Es decir, hagámoslo, pero con cautela.
Al lado de las grandes, hay también un cúmulo de lo que llamaríamos pequeñas transgresiones. Un ejemplo entre muchos es el siguiente: hace más de veinte años, durante la reconstrucción en el eje cafetero, una oleada de oportunistas llegó de regiones vecinas a reclamar una vivienda. Una norma legal solo exigía el requisito simple de tener el testimonio escrito de alguien que declarara haber conocido al peticionario desde antes. A cambio de dar una jugosa propina por esa afirmación, muchos forasteros consiguieron su casa, que alquilaron o vendieron, antes o después del regreso a su comarca nativa. El tráfico de recomendaciones de los pobres para hacer esa trampa, fue una avalancha que muy pocos pudieron detectar a su tiempo.
La conclusión es simple: así como subsisten las mafias grandes, existen también las llamadas mafias chicas en torno a las normas y procedimientos legales en el sector público (en la compraventa de sentencias, en el área tributaria, en los servicios sanitarios, en los puertos, en las mismas Cortes, en las secretarías de los juzgados, en la policía local, en las corporaciones ambientales, en las oficinas de pases, en los controladores de tránsito, y en muchas partes más).
Las mafias chicas en la burocracia son tan efectivas como las otras mafias de reducidores de autopartes, de vendedores de tapas de alcantarilla, de ladrones de gasolina, de tramitadores en las ventanillas, de los contrabandistas de todos los pelambres, los mercaderes de la cebolla, los acaparadores de los bienes esenciales, los negociantes de drogas, y muchas más donde la astucia de los colombianos se exhibe con toda su prohibida originalidad.
Es penoso decir que es en las mafias chicas donde por lo general se enredan muchos funcionarios públicos, provenientes de familias decentes, seducidos por recompensas de corto plazo que van deteriorando no solamente las oficinas sino también la calidad de las relaciones interpersonales en los hogares a tal punto que los destruyen moralmente de una manera irreparable y por mucho tiempo. Mucha parte de los asesinatos de sicarios proviene de estas relaciones entre pequeños grupos de delincuentes. Por demás está decir que las causas de las mafias chicas en el sector público se reducen por supuesto a una sola: el clientelismo, un mal no superado, vigente y que aún nutre, descaradamente, la votación de nuestras comarcas como se verá en las próximas elecciones.
¿Es esta una condición genética de nuestros compatriotas? No. Pero hay un poder moral más alto, el que proviene del comportamiento de los de arriba que permite regresar a una muy repetida afirmación: si los de arriba pueden hacerlo impunemente, ¿por qué no puedo hacerlo yo? Con este permiso moral, las cosas no van a cambiar –ni mucho menos siquiera para soñar otra Nación. Y aquí es donde, desgraciadamente, parecería que Nule tiene la razón.
Febrero 2021