domingo 16 Nov 2025
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MEDÍTELO CONMIGO 15

14 junio 2020 12:40 am
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Por El Flaco Jiménez

Yo no quería venir a este mundo. Sabía que era peligroso, pero me dejé convencer por mamá que no tenía hijos, que pecaito, después de 18 años de casada y estaba quedando muy mal con sus hermanas, la menor de las cuales ya había parido media docena.

Cuando nací, la gente dijo que era un milagro de dios. Hacían corrillo para verme en la clínica y luego en el vecindario: Bonito, saludable y simpático. Cuando me sacaban en coche al Parque Caldas era un espectáculo popular y así hubiera seguido mi carrera de éxitos hasta los altares del vaticano, o la presidencia de la república, de no ser por la cobarde envidia. Un día estaba en el cochecito y en un descuido de mi madre me cambiaron por otro. Fueron gitanos que venían de Hungría por mí. Hasta allá había llegado el rumor de mi belleza. Me mató la fama.

Mamá se dio cuenta del cambio cuando llegó a casa y me vio la nariz más grande, los ojos más picarones y la risita burlona, pero pensó que era yo el que había cambiado y corrió donde el Reverendo Arturín de la iglesia Inmaculada: Es posesión demoniaca dijo el cura.

En mi casa teníamos televisor en blanco y negro. Papá cobraba veinte centavos a los vecinos para que pudieran ver las noticias de las siete en el único canal que había, pero a las ocho de la noche cuando empezaban los programas buenos, mamá lo apagaba para obligarme a rezar el rosario a ver si me sacaba el diablo de adentro.

A veces me adormilaba y mi vieja querida, sin dejar de rezar, se me acercaba sigilosa con la camándula en la mano y me espabilaba con voz de ultratumba cantando una estrofa espeluznante que decía: “El demonio a la oreja te está diciendo no reces el rosario sigue durmiendo”. Mamá decía que mi somnolencia era porque el diablo me estaba pasando la cola peluda por los ojos.

Una noche me quedé dormido profundo y me castigaron con un rejo de cuero que no se parecía para nada a la suave cola del diablo, pero que anticipaba los horribles padecimientos del infierno.

Desde ese momento seguí rezando con mucha devoción, pero aprendí de papá (perro viejo late echado), que bastaba decir un sonsonete que terminara con la palabra amén, y mamá quedaba tranquila. Comprendí que la hipocresía, la marrullería y la diplomacia eran el arma de los débiles para sobrevivir en ese mundo inhóspito donde todos tenían miedo de alguna cosa.

Los liberales les tenían miedo a los conservadores, los ricos tenían miedo al comunismo y los comunistas a los policías y los policías a los coroneles. Los solteros tenían miedo al matrimonio, los casados tenían miedo a sus esposas, los niños le temían a los adultos, los católicos al arzobispo, los ateos a dios y los vivos a los muertos. Papá tenía miedo de volver a la pobreza y mamá tenía miedo del infierno. Todos tenían miedo al infierno donde se iban a chamuscar en la otra vida por los pecados cometidos en esta.

¿Y si todos tenían miedo quien iba a cuidar de mí?

Los únicos que no le tenían miedo a nada, eran los curas que se encargaban de meterles miedo a los demás. Ser cura era un privilegio. Ya la mitad de mis primos se habían ido para el seminario. No tenían que trabajar, no pagaban impuestos, no se casaban, pero le decían a todo mundo como tenían que vivir y se comían todo lo que les diera el antojo. En esa época usaban unas faldas negras llamadas sotanas debajo de las cuales podían ocultar cualquier cosa, hasta un monaguillo chiquito.

Si un cura era sorprendido cometiendo delitos, como el padre Ocampo en el capítulo 12 de esta exitosa serie, no le pasaba nada pues los clérigos gozaban de impunidad gracias al concordato. Qué situación tan cómoda. Juzgaban a todo mundo pero a ellos solo dios podía juzgarlos, y como eran amigos…

Por eso mis padres tenían la ilusión de verme en la carrera eclesiástica. Si dios me había traído después de tanto tiempo era para algo bueno. Mi papa decía: Si se va de cura le doy una novillona. Yo me fui entusiasmando y practicaba diciendo misa en latín en la mesa del comedor con una bata negra de mi mama. Luego fui monaguillo y ayude a decir misas de verdad al reverendo Arturín de cuyas virtudes hablaré más adelante.

Los que conocieron mi devoción en esa época juraban que sería arzobispo mínimo, pero entonces fue cuando entré a estudiar a la escuela Santander y me encontré con las malas compañías, tal como se verá en el próximo capitulo.

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