Por El Flaco Jiménez
El Club Manizales me quitó la amistad de Carlitos. Un roto en el corazón. Pero arrieros somos y en el camino nos encontramos. Toda esa gente del club eran arrieros o hijos de arrieros, lo cual es un honor por supuesto, pero para algunos de ellos era una vergüenza. Se creían españoles hidalgos y blancos.
Los patriarcas iban al Club a “divertirse sanamente” con sus familias, pero en las noches se iban a beber donde Carlina, Libia, Ligia, Las Pereiranas y también donde el marica Alberto y donde Estrella de la que ya hablamos en el capítulo anterior.
El Club no era un sitio magnificente, ni elegante, pues la alpargatocracia siempre fue cicatera, hasta con ella misma. Eran machuchos y eso lo sabían en todo el país: “Pa’ pobres, los ricos de Manizales” decían con gracia en los cafés de Bogotá y Medellín.
El edificio del Club es feo y ofensivo, está en calle real del pueblo, la carrera 23, y tiene una entrada para automóviles que corta el andén, de tal manera que interrumpe el flujo de los peatones allí, y lo vuelve a interrumpir unos metros más adelante donde los carros salen de nuevo a la 23.
La 23 era nuestra vía principal, el tontódromo la llamaban, porque todos íbamos allí a comprar (o mirar vitrinas, pues en aquella época no existían los centros comerciales), a hacer vueltas, a hacer bulto y a conversar en las esquinas. La 23 se ganó el concurso de Discovery Chanel a la Vía más lenta del mundo.
Al llegar al Club, el peatón tenía que frenar su vertiginosa carrera, (la carrera 23), para no ser atropellado por los carros que entran y salen de allí. El club era pues un atentado contra "la movilidad" como dicen ahora.
Al detenerse el peatón, dirige su mirada al fondo, a las puertas de aquel edificio que no están al nivel de la calle, no señor, hay subir unas escaleras de marmolina para encontrar arriba un portero ventripotente vestido de kepis y uniforme color berenjena, como un coronel del ejército senegales, con guantes blancos y una mirada servil para los socios y misericordiosa, por decir lo menos, para los ciudadanos de a pie que transitaban dos metros por debajo de su altura.
En la pueblerina Manizales de los años setenta aquel Club poseía los lujos y atracciones que yo jamás me hubiera imaginado tener en la puta vida: piscina climatizada, baño turco, sauna, billares, cancha de bolos, comida gourmet, bar internacional. Cosas que hoy se pueden conseguir en cualquier motel.
La hora de mi venganza llegó cuando entre a la universidad, y en vez de estudiar las materias de derecho civil, me puse a maciar marxismo para poder luchar contra esa alpargatocracia manizaleña opresora y desalmada.
De claro en claro, y de turbio en turbio, me encerré a leer los libros de caballería izquierdista. Las increíbles aventuras de Fidel Castro, de Manuel Marulanda, de Turcios Lima, caballeros andantes que luchaban por la justicia, deshaciendo entuertos y socorriendo viudas en el monte.
Muchos de ellos, al igual que Don Quijote, tenían más corazón que malicia y fueron aplastados por descomunales gigantes. Así se malogró Camilo Torres Restrepo: Caballero andante (ma non troppo )y también Ernesto Che Guevara: El Caballero Gaucho.
Todas estas lecturas me turbaron el juicio, y una buena mañana, al igual que el caballero de la triste figura, salí a desfacer las injusticias de Colombia. Un lugar de cuya mancha no quiero acordarme.
En una asamblea de la Universidad empecé a gritar como un loco desesperado:
—¡Comandante Ernesto Che Guevara!
—¡Presente! —ladraron 100 estudiantes, que obedecían a un reflejo condicionado.
—¡Comandante Camilo Torres Restrepo! —bramé seguidamente.
—¡Presenteee! —corearon con un rugido mayor.
A medida que nombraba comandantes muertos, los estudiantes se iban poniendo rojos de emoción. Yo conocía de memoria el nombre de muchos comandantes muertos, y cuando se me acabaron los nombres inventé algunos. Fue un éxito rotundo. La asamblea aprobó salir a la calle y María Cristina Santa, la muchacha que me gustaba, me miró por vez primera con admiración y se mostró dispuesta a compartir conmigo las piedras que llevaba en su mochila.
Cantando y gritando marchamos por El Tontódromo, hasta que llegamos a la esquina del Club Manizales que estaba custodiado por un pelotón de soldados atravesados en la calle. Entonces vi la oportunidad del desquite
Estaban homenajeando a Carlos Lleras, el presidente que mandó tanques de guerra a la Universidad Nacional; abuelo de ese Lleras de ahora que también quiere ser presidente, porque Colombia es una monarquía hereditaria.
Empecé a señalar el edificio y a gritar: Allí están /esos son/ los que venden la nación. Todos gritaron y avanzábamos hacia el Club con ganas dañarles el homenaje.
—¡Alto! —gritó un teniente que estaba al frente de los soldados.
(Síganmme en el próximo capitulo para ver como me desquité del Club)