EIN TRAUM

26 octubre 2020 10:00 pm

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Por Juan Sebastián Padilla

Borges quiso escribir un cuento con el argumento de un libro que modificara la realidad, y así lo hizo. En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (1941) consignó toda su ambición fantástica especulando sobre el hallazgo de un libro conjurado por una sociedad secreta que, “sin pactar con el impostor Jesucristo”, laboró la idea de concebir un planeta que entrañara la voluntad de los mortales. La empresa de Borges no fue novedosa, aunque sí su arte. En un evangelio apócrifo que los editores redujeron al estéril ejercicio del aforismo, Kafka lo advirtió con un pesimismo admirable: la realidad está urdida por el engaño. Fácilmente hemos aceptado esa realidad, quizá porque sabemos que es irreal.

Entre las disparidades y simetrías de la vasta historia humana, otros han forjado obras que con mágico rigor cambiaron el devenir del hombre. Pensemos, por ejemplo, en Sócrates, inventado modestamente por Platón para precaver —tal vez— ­­­las consecuencias de un legado casi imperecedero. Asimismo, conocemos la astuta proeza de los apóstoles que fantasearon con el relato de un judío crucificado por los romanos; la maldad quiso que su impecable trabajo prosístico se tergiversara en doctrina. Aludamos, también, a Odín, hombre entre hombres, que le entregó al pueblo escandinavo las runas y la poesía (según refiere Sturluson). Y pensemos, por qué no, en el Cantar de los nibelungos, cuyo carácter poético fue torturado por los nazis para extraer matices ideológicos.

Recordemos a Suetonio, historiador latino con sensibilidad — ¿o delirio? — de escritor; el ciego azar quiso que haya perdurado su obra fundamental: Vidas de los doce Césares. En estas biografías que recogió Suetonio se registra la de Julio César, muerto según el designio de un artificio literario. Entonces, un episodio histórico migró a la ficción. Shakespeare inmortalizó la escena trágica: César cercado por los conspiradores; desnudado de su toga roja; atacado por los impacientes puñales (la hipálage no es mía). Luego, el grito agónico, puesto en su boca por Suetonio; escuchémoslo: ¡Tú también, hijo mío! Vincenzo Camuccini y Heinrich Friedrich Füger trazaron formas y colores en cuadros pulcros que muestran a un César perplejo y digno. La arqueología, no menos incauta, ha creído descubrir las ruinas donde se gestó la traición. César pudo haber caído en batalla o infartado después de fatigar la soledad de su jardín, pero preferimos creer que de 23 puñaladas solo una lo mató.

Nada de lo anterior importa, el arte es mentiroso y feliz. Sin embargo, en esa mentira radica la justificación de la existencia, lo demás es una burda imitación de hábitos. Se han tejido mentiras tan refinadas que han constituido el denso laberinto de nuestro tiempo. Mallarmé escribió que todo existe para acabar convirtiéndose en un libro; de ser así, podemos aventurarnos a una conjetura banal: un libro termina convirtiéndose en todo lo que somos. Todo es un juego de palabras, un montaje sofisticado. Solo un consuelo nos queda: si el pasado es falaz, el futuro ya está mutilado; alguien estará escribiendo las páginas que modificarán los pasos de un vástago cualquiera de los próximos siglos.

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