Por Juan Sebastián Padilla Suárez
No sé, doctor, no sé por qué lo intenté, simplemente sentí la necesidad de hacerlo. No crea que fue algo espontáneo, mucho menos que me sedujo el aburrimiento de un patético día lluvioso. No. Fíjese, hay quienes piensan que el suicida resuelve irse por un disgusto de facto. Es una estupidez, nada más equivocado. Naturalmente, hay un instante en el que todo se acelera, pero suicidarse es algo que dejamos anidar en el corazón, es una tentación a la que resistimos toda la vida. Esperanza y tentación que, por cierto, alimentamos día tras día. También es falso creer que el problema está en el individuo y no en la fatigosa realidad que lo abruma.
Reducir todo a un asunto de patologías y conductas me recuerda a un profesor del colegio; nos contaba la parábola de la moneda. ¿La conoce? Bueno, se la diré. Una moneda se perdió. Alguien la busca. Otra persona observa cómo aquel busca la moneda; interviene y dice: «oiga, ¿por qué busca la moneda sólo en ese lugar? Lleva horas en círculo». El otro le responde: «qué pregunta más ridícula; la busco aquí porque de este lado está la luz del bombillo». ¿No le da risa, doctor? Está bien. Retomo. Entonces acusan al suicida. Por Dios, no pude encontrar palabra más precisa: acusar. Y, con frenesí miserable, sentencian: ¡cobarde, cobarde, cobarde! Los periódicos, cándidamente, acompañan la noticia del suicidio con un mensaje que dice ofrecer ayuda. Incluso anotan unas líneas telefónicas. Me he preguntado qué pasaría si uno llama y dice «mire, tengo un revólver en la sien izquierda, ¿me sugiere algo?». Claro, si es que contestan. ¿Interrumpirá un funcionario de oficina su almuerzo por la vida de alguien? Perdón, siempre me desvío. Iba en la parábola de la moneda. El caso es que todos buscan la solución — ¿o explicación? — donde les parece obvio buscarla. Ya me quiero ir, doctor, me siento cansado.