Ilustración Ever Álvarez
Baldomero Sanín Cano nació en Rionegro (Antioquia) en 1861 y falleció en Bogotá en 1957. Intelectual humanista, profesor universitario, crítico y ensayista.
Hernando Téllez dedicó admirables páginas al debate sobre la cuestionada existencia de la crítica literaria en Colombia. Postuló dos razones para declarar su ausencia en nuestra función intelectual: la inopia tradición literaria y la desprovista literatura como elemento clásico en el acervo cultural. Tradición y acervo, entonces, resultan indispensables para fijar criterios estéticos que sirvan como punto de apoyo a la tarea de los críticos. Así, sugiere Téllez, no tendrán que apelar a las voces extranjeras para solventar sus apreciaciones literarias. A esta preocupación, Baldomero Sanín Cano respondió con tono amistoso: la falta de críticos no debe angustiarnos.
Pero el maestro Baldomero ya se había anticipado al debate. En marzo de 1925, en su tribuna de La Nación de Buenos Aires, apuntó que la tradición literaria no consiste en tener una nómina de autores y un escueto registro de fechas. Agregó que, en la compilación histórica de las letras, lo más importante es señalar la sucesión de ideas. La variación y las formas vienen después. Asimismo, desatendió el concepto de historia literaria como una “docta enciclopedia”. Y fustigó: los juicios estéticos no se pueden subordinar a los estrechos cánones de las doctrinas.
Pocos días después de publicar El retrato de Dorian Gray, Wilde pasó a la imprenta el primer facsímil de una disertación platónica sobre la relevancia creativa de la crítica. En la sala de una biblioteca, míster Gilbert le explica a su perseverante amigo que la crítica es el signo más elevado de la impresión personal y que el crítico es tan creador como el artista.
Viene, a propósito, el maestro Baldomero. ¿No fue su trabajo crítico un paradigma estético de inteligencia y belleza? ¿No fue su extensa obra un aporte a la configuración de una literatura nacional? Podría responder Téllez que la asimilación de nuestras obras no puede darse bajo el influjo de otras literaturas. ¿Acaso no es mediante el contacto con el arte de otros pueblos como se establece la vetusta figura de lo nacional? Homero cantó la cólera de Aquiles según la mitología bélica de Troya y Shakespeare inmortalizó el grito agónico de César según el relato ─ ¿ficción?─ de Suetonio. Como todo crítico auténtico, Baldomero partió de los materiales que otros purificaron para darle un color propio: el de la conciencia de su espíritu. Una creación dentro de otra creación. Desde esa elevada torre de comarca pudo contemplar el universo.
Develó magnificas obras literarias bajo formas distintas de las de las obras mismas. Supo descifrar el pesimismo de Carlos Reyles; descubrió el valor universal de los cuentos de Arturo Cancela; estudió con Silva los aforismos del inmisericorde; indagó si la ideología confusa y laberíntica de Dostoievski influyó sobre el pensamiento de Nietzsche o, por el contrario, si fueron las parábolas de Zaratustra las que influyeron al gran inquisidor del alma rusa; conmovió a Jorge Brandes por sus opiniones sobre sus trabajos literarios; se asomó a la filosofía anarquista de Spencer; caminó las calles de Londres con Lugones; a sus 27 años desnudó la impostura poética del presidente regenerador.
Baldomero trascendió las efímeras planas de los diarios y revistas para consumarse en la memoria de la literatura colombiana. Su contribución no es menor: elevó el ensayo, ese hereje inasible, como forma dilecta de expresión. Enseñó a entender la crítica literaria como un ejercicio experiencial y pragmático, antes que teórico. Trazó un camino de paz: la comprensión que emana de la crítica nos llevará a superar todo tipo de prejuicios. Y esa unidad de espíritus nos hará ciudadanos del mundo.