Juan Sebastián Padilla Suárez
Quejándose de la ausencia de biografías sobre escritores, Borges recuerda en un ensayo que Wilde le atribuyó esta broma a Carlyle: “Una biografía de Miguel Ángel que omitiera toda mención de las obras de Miguel Ángel”. Hablar del artista sin mencionar sus creaciones. Ya se ha hecho, claro, ahí están los elogios de Proust a Ruskin. Pero arriesguemos esta hipótesis: se puede comentar la obra y omitir todo intento de semblanza. Al cabo, ¿qué importancia tiene la ordenación de variantes cronológicas y la reseña de cambios de domicilio? Sin embargo, advierto, el destino de esta nota no es la ambiciosa tarea de un tratado estético y temático sobre un autor y su obra. El propósito es otro: un vago ejercicio de opinión sobre Las razones de la muerte (2021), primer libro de cuentos de Juan Pablo Ortiz Rodríguez.
La cita de Borges era una excusa para confesar mi desconocimiento de las particularidades biográficas de Juan Pablo, pues se acostumbra hoy, desde los púlpitos de la opinión literaria, adular al escritor, primero, y ofrecer un comentario de la obra, después. El doctor Johnson recomendó juzgar la literatura desde la experiencia del goce estético y no desde el altar de la teoría. Así, mis observaciones sobre estos cuentos serán opacos destellos de la ignorancia, que es mi estado habitual.
En la literatura, y tal vez en otros campos del arte, el estilo no es una cuestión de embellecimiento. El estilo guarda una íntima relación con el descubrimiento particular de lo que vemos y, por suerte, es único y no tiene uniformidad con el de nadie más. Precisamente, el placer que procura un escritor es el de revelarnos un universo más, o sea, el suyo. De ese descubrimiento germina la magia, una especie de insomnio dilatado que, al gastar la última página, causa una incitación memorable en el lector: amar una belleza más real que él. Para no dar lugar a reticencias: es la impronta del autor la que cautiva, bien sea por el argumento del cuento, en el caso de esta nota, o por su exquisita destreza narrativa, aunque el tema sea inteligente o trivial. Hay cuentos que, por ejemplo, nos pierden en la soltura de sus líneas y nos permiten ver los peces del estanque en el fondo del agua cristalina, aun cuando estemos asistiendo a la historia de un hombre que se complica en las ataduras de un suéter; hay otros, por el contrario, que rebosan erudición en los axiomas afrontados, pero flaquean en las formas. Aceptémoslo: esa habilidad es difícil de conseguir, y a lo mejor nunca se alcance. Porque escribir es fracasar. Fracasar obstinadamente hasta vencer algún día, o hasta poder decir, como Fitzgerald, “hablo con la autoridad que me da el fracaso”.
Con todo, no se halla un anhelo de fracaso en los cuentos de Juan Pablo. El libro reúne 10 historias, pero, después de leer la mitad, no se halla rastro de un carácter expresivo, es decir, el autor no atenúa unas formas propias que hagan reconocible su voz. Todas las historias están escritas con el mismo entramado narrativo, a la usanza de nuestros jóvenes columnistas que heredaron de la academia el esquematismo del claustro: cuidar meramente asuntos ortográficos y olvidar el laborioso taller del arte y la técnica. Impera entre ellos, a saber, la formaleta del estilo: cada uno vierte su propia mezcla de cemento, pero el fraguado siempre es el mismo. El descuido de Juan Pablo es semejante, y sugiere la desaborida impresión de estar leyendo los informes de una comisaria.
Además, sus cuentos ni siquiera tienen el eco de la tímida imitación de otros autores, que no siempre es mala, pues, a veces, la sombra de las influencias se yergue, curiosamente, como un faro orientador. Cada escritor engendra sus precursores, dijo Borges tratando de desentrañar la singularidad de Kafka. Insisto: su lenguaje literario no funciona como instrumento expresivo de lo que quiere contar. Ahora, no pretendo levantar un culto al estilo individual ni resbalar en la hipervalorización de las formas, pero cabe subrayar que el vehículo que transporta la materia de estos cuentos no tiene buena tracción.
Importa señalar, entre otros, un aspecto decisivo de los personajes. La ausencia de naturalidad y distinción de sus voces le impide al lector la construcción tentativa de un escenario verosímil, en otras palabras, se dificulta leer y suponer los episodios de la narración. Por ejemplo, los personajes no hablan con la esencia viva de la oralidad, y acuden a unas maneras acartonadas de hablar, incluso, en contextos tan convencionales como la conversación. Aquí las palabras de un hijo en el funeral de su padre: “Sin embargo, su muerte ha sido un momento culminante para que esos viejos rencores que se acumularon con el tiempo, encuentren tal vez una pequeña porción de redención. Me atrevo a decir estas palabras en esta tarde porque sé que estando mi padre en vida no podría haberlas dicho. El autoritarismo de mi padre, bajo ninguna medida, me hubiera concedido tal licencia” (p. 18). Es inevitable pensar en una voz gruesa declamando, con el cuello estirado y el entrecejo fruncido, ese discurso tan risible.
La estandarización de las voces es más fácil de observar porque es una situación recurrente. Juan Pablo tropieza con un error habitual del género: confundir la voz del narrador (omnisciente, en la mayoría de relatos) y la de sus personajes. En otras palabras, no hay unas fronteras delimitadas entre la voz de quien nos cuenta el cuento y de quienes intervienen en la historia como personajes. Por supuesto, quien escribe asume que la distinción es evidente porque tiene el arquetipo de la historia en su cabeza, aunque otra cosa sea la que su mano impone en el papel. No estoy insinuando un desorden, pero sí creo que el empleo de comillas y guiones para darle el micrófono a un personaje es un recurso insuficiente. Los personajes deben tener voz y nervio.
Detengámonos con brevedad un momento antes de abordar el argumento de los cuentos. Hay, también, un desacierto en las descripciones que cada escena precisa. En algunos casos son fatigosas: “Que, a esa humilde casa de paredes de bahareque, de techo de barro y de patio de tierra colmado de animales, se había presentado la muerte el mismo día en que se esperaba la vida” (p. 11). Para referir la penuria no es necesario apelar a lugares comunes. Y aunque el lenguaje sea una metáfora de la realidad que no alcanza a representarla con exactitud, es posible aproximarse a una descripción, por lo menos, creíble, mas no como sucede en una de las historias: “Emergieron nuevamente algunos disparos en la lejanía” (p. 39). ¿Emergieron de dónde? Otra más: “Al encontrar la habitación asignada, el viejo introdujo la llave en el cerrojo de la puerta y la abrió con maestría, no sin antes escuchar el chillido ampuloso de las bisagras” (p. 32).
Viene, por último, un asunto que no es menor, y aquí me contradigo con algo que señalé cinco párrafos arriba, pero puedo justificar mi contradicción. Si aceptamos que un autor deja en su obra la huella íntima de su universo simbólico, universo cimentado en experiencias y lecturas, ciertamente, entonces estaremos aceptando que una determinada concepción suya es discutible. Apenas natural, ¿no? Otra es la discusión de lo correcto o incorrecto, que obedece ya a la manoseada retórica del puritanismo. Tenemos entonces 10 historias que gravitan alrededor de la muerte, un asunto que, como la materia misma del tiempo, no hemos logrado resolver qué es. De hecho, de esa incertidumbre han devenido soberbios postulados filosóficos y religiosos que la literatura muy bien ha sabido revelar. Aun así, los cuentos de Juan Pablo no logran explotar las infinitas conjeturas sobre la muerte; a cambio, se ocupan únicamente de tramoyas anecdóticas. Dos de los cuentos lo demuestran.
Roberto (ya el nombre es un problema) es un cuento sobre un niño que lleva un pollo de color rosado a su casa. Tiempo después, la mamá le dice al niño que el animal hace mucho popó. Un día cualquiera el niño llega a su casa y el pollo no está, entonces la mamá le explica —engaña—que lo llevó a la casa de una prima para que lo cuidaran mejor. Un fin de semana van a almorzar a la casa de la prima; el niño llega a buscarlo, ávido de verlo y besarlo, pero no lo encuentra. Resignado, se sienta a recibir el almuerzo, y el pollo está servido en el plato. La historia no llega a ser jocosa y menos aún indaga en las numerosas posibilidades que el argumento de la muerte ofrece.
Otro cuento presenta un tópico ya superado en la literatura (y en el cine): la idea cursi del conflicto entre un hijo homosexual y un padre de instrucción castrense. Más patético todavía resulta la muerte de la “mujer atrapada en el cuerpo de un hombre”. Ella se va porque su padre le dice que su casa “no iba a ser un refugio de maricas”. Después de cinco años regresa enferma de un “tipo de leucemia”. Luego muere, obvio. Es indudable la aprensión de Juan Pablo para referirse a la enfermedad con la que se estigmatiza a los homosexuales. ¿Por qué el eufemismo de un “tipo de leucemia”?
¿A qué paradoja o misterio nos arroja el autor con unos cuentos así? La muerte no es tema exclusivo para cenáculos de instruidos, y es susceptible de ser narrado de muchas maneras porque a todos nos acecha y nos espera. Por supuesto, el reto es enorme: ¿de qué modo puedo ubicarme en las antípodas de lo cotidiano y contar lo que todos ven? ¿Cómo descubro la arquitectura de un relato para aprender a contarlo? No hay manuales ni decálogos que sirvan, sólo la práctica del fracaso.