Por Juan Sebastián Padilla Suárez
Dicen que esperar el fin en el lecho moribundo es tan desesperante como querer hundirse en el sueño y no poder hacerlo. Dicen que es como si el insomnio clavara agujas en los ojos. Quién sabe. Lo sentiremos cuando sea el día. También dicen que esa fue la suerte de Adriano en la víspera de su entrada a la muerte. La enfermedad lo privó de toda belleza, como sentir en sus pies la “prolongada queja de las olas” o “escuchar la arquitectura invisible de la música”. En sus últimas noches la imagen del vigoroso Pater de Roma pertenecía ya al cementerio de la memoria, pues la fatiga de la carne le impedía seguir galopando los rincones del imperio. Le quedó entonces el consuelo de dialogar con su propio fantasma, aunque repugnaba la vida, esa cosa hecha de materia confusa y fugitiva.
Pero dos cosas lo exhortaron a la paciencia para descender en paz. Cualquier tarde, en el reposo de su villa, recibió un informe de Arriano, gobernador de la Armenia Menor, no solo para enterarlo del cumplimiento de los designios del imperio, sino también, y sobre todo, para contarle que en la orilla nórdica del mar Negro habían tocado la pequeña isla de Aquiles. De Aquiles y de Patroclo. Y le describe un templo erigido allí para honrar la memoria de ambos, recordándole que “aquellos que aman al uno veneran asimismo la memoria del otro”. Con la esperanza de animarlo apeló al ardiente amor de su emperador por Antinoo, su joven amante suicidado en el Nilo. En la misma carta le dice Arriano que, sabiendo su interés por los relatos de los poetas antiguos, interrogaron a los habitantes de la Cólquida acerca de Madea y las hazañas de Jasón. Adriano quedó hondamente conmovido con el informe del gobernador por mostrarle la profunda divinidad de los héroes y anheló esa isla, que jamás conoció, como su residencia secreta y su refugio supremo.
El otro hecho es aún más bello y honorable. Tentado por el suicidio, Adriano buscó ayuda para terminar las dolencias de su corazón hinchado. Ya no tenía las fuerzas para clavarse la daga en la tetilla izquierda, justo donde años atrás, ante la incertidumbre por la muerte de Trajano, le había pedido a un médico que le marcara con tinta roja el lugar exacto del corazón. Después de íntimas averiguaciones consiguió hablar con Iollas, médico pupilo de Hermógenes, y le pidió un sedante venenoso como los que se utilizaban en tiempos de Cleopatra. El médico se compadeció, pero le respondió que no podía ayudarlo por su juramento hipocrático. Adriano le insistió, le exigió, le inspiró piedad y hasta intentó corromperlo. Viéndose comprometido, Iollas fue en busca del veneno. No volvió. Horas después lo encontraron muerto en su laboratorio con el pequeño recipiente mortal en la mano. Iollas había obrado bien: no desobedeció a su emperador y permaneció fiel a su juramento. Después esta muerte, Adriano renunció a apresurar la suya.
Los días de tregua le sirvieron para afianzar sus esperanzas en la humanidad, en la trasegada paz, la justicia, los libros. Aceptó la volubilidad del imperio: cada tanto vendría una autoridad nueva y echaría abajo la eternidad de los mármoles derrotados. Pidió sus últimas voluntades a Antonino, su hijo adoptivo y futuro emperador. Se despidió de su tierna y flotante alma, “huésped y compañera” de su cuerpo, y renunció a lo que fue. Dejó de ser.
Estos episodios los conocemos por el retrato que Marguerite Yourcenar hizo de Adriano en lo que podría ser una biografía novelada, o novela biográfica, o novela histórica, o novela epistolar. También podría ser una confesión ajena en prosa poética. No importa, la novela devora todas las formas. Hay quienes descreen de la veracidad de estas memorias, y le atribuyen a la Yourcenar delirios narrativos. Insensatos apegados a la verdad asible y absoluta. Devotos del sentido común. Al cabo, quién le pidió a Suetonio los documentos justificativos que probaran la conspiración y la torpe puñalada que le dio muerte a Julió César. Quién le pidió seriedad a Platón sobre la pesada broma de inventarse a Sócrates. Quién ha reparado en las patéticas anécdotas del Perro cínico. O quién les pidió sinceridad a los novelistas que inventaron a Jesús.